El libro de la era Gutenberg ha cumplido más de 500 años. Si bien el origen de la escritura, para señalar las propiedades, se remonta a varios siglos antes. El filósofo griego Anaxágoras sostiene que el hombre es inteligente porque tiene manos. Manos para trabajar y para escribir. Se instituye con la escritura el reino de lo permanente, ya que la fuerza de lo escrito rompía las trabas y los límites de las palabras. Así nació la historia, con la que se pudieron fijar en el recuerdo de los hombres las leyes, las decisiones soberanas, los acontecimientos sociales o las manifestaciones literarias.

En los tiempos modernos, los libros impresos se han institucionalizado y universalizado como productos culturales y mercantiles de primer orden. Forman parte de un vasto mundo integrado por bibliotecas públicas y privadas, librerías, círculos de lectores, días, ferias y políticas del libro, poderosas editoriales y distribuidoras... En cualquier caso, de lo que supone el libro de perturbador para el poder político dan cuenta las quemas, los autos de fe, la destrucción masiva de libros como una constante a la largo de la historia. A principios del siglo XIX, el escritor alemán Heine sentenció que allí donde se quemaban libros se acababa quemando a los seres humanos: hubo regímenes políticos que cumplieron ambos objetivos en proporciones aterradoras. En la novela de Ray Bradburg, «Fahrenheit 451» (que es la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde) se describe una perversa utopía en la que tener libros es un delito y leerlos un crimen severamente castigado por las leyes. Y la primera gran destrucción real de libros del siglo XXI se produjo hace ocho años en Irak, en la Biblioteca Nacional de Bagdad, donde fueron saqueados y quemados más de un millón de libros y varios millones de otros documentos escritos. Sobre el tema acaba de reeditarse el magnífico ensayo de Fernando Baéz, «Nueva historia universal de la destrucción de libros».

En otro sentido, a los libros se les ha concedido un valor reverencial. Existen autores para los que los libros son los auténticos depositarios de una saber acumulado y universal, una especie de templos de la sabiduría. Y para muchos pueblos el libro constituye una suerte de manifestación divina de un espíritu superior, como los libros sagrados de las grandes religiones monoteístas.

Los libros son utilizados asimismo como talismanes que refuerzan saberes y poderes que desbordan las peripecias individuales. En tiempos de la I República española, el farmacéutico Tomás Mendoza Marrón, presidente del Casino de Obreros de Langreo, primer centro asturiano de su naturaleza con biblioteca propia, se dirigía al ministro de Fomento solicitándole libros para sus socios en estos términos: «Tres mil obreros del carbón y del hierro os piden este favor. No dudéis de su amistad política (republicana). No dudéis de su amor a leer. Que lean ciudadano ministro. Leyendo para ser útiles a la patria».

Por último, coincidimos con el filósofo Fernández Tresguerres en que el libro «es uno de los hechos más prodigiosos y sorprendentes de la historia de la humanidad y una de las creaciones más significativas de nuestra especie».