Si corrían, más o menos, los felices años 1956-1957 del pasado siglo, no pretenderán ustedes que yo tuviese una cartera de piel para guardar?, ¿dinero?, ja, ja. Creo que con papeles de no mucha importancia -bueno, quizá para mí los tendría, porque con 14 y 15 años?-, alguna foto, probablemente un sello de correos y, pensando en plan optimista cincuenta años después, quizá pudiese haber un flamante billete de 5 pesetas «por si acaso» lo precisaba, no sé? La cosa es que, rondando esos años, yo no tenía billetera y tenía muchas ganas de llevarla en el bolsillo, aunque solo fuese para hacer bulto: fardaba.

Así que un día se lo dije a mi madre. ¿Hablamos de la cartera o de las madres de uno? Lo digo, porque como prólogo siempre han sido las buenas y santas alcahuetas de sus hijos. ¿Cariñosas? Por exceso. ¿Las que paraban los «golpes» de los duros padres y hombres de la casa? Por supuesto. Eso sí, se pasaban todo el día amenazándonos: «¡Ya verás cuándo venga tu padre!». Llegaba él y nada. Y, claro, la mía no iba a ser diferente. Lo dicho al inicio del párrafo, se lo dije y me respondió: «Si no cuesta muy cara». Bueno, ya tenía un inicio: el sí. Ahora me faltaba buscar la materia y conocer su costo. ¿Y a dónde creen ustedes que fui a buscar una cartera de plástico? Al Fontán y un jueves.

Allí, en el abundante y embarullado mercado de los jueves, donde en el exterior lo mismo se mezclaba uno que cantaba, en tanto un ciego tocaba la acordeón; un poco más allá otro vendía ropa; más arriba y en dirección a las pescaderías de la calle del Fierro aquel ofrecía sartenes y potas o más abajo un extraño hombre prometía crema de serpiente que cortaba las hemorragias de sangre?

Rafael, quizá el más afamado de todos los vendedores, solía ser el que más corro atraía y vendía?, de todo: desde unos prismáticos que hacían ver a través de las paredes, plumas estilográficas que, como decía, «no derraman, no chorrean», muchas más cosas y, quizá al final de tanto surtido, carteras-billeteros de plástico. Claro que eso de comprarle un producto a Rafael justo en el momento que lo ofrecía a toda velocidad, para un chavalín como yo no era fácil. Así que, en un momento que el vendedor hizo una pausa, me acerqué a su tenderete y le pregunté cuánto valía «aquella cartera» que tanto me emocionaba. El precio que me dijo, lo siento, pero ni puñetera idea, ni por aproximación, pero fue lo suficientemente convincente. Y entonces le dije: «¿La volverá a traer usted el jueves que viene?». A lo que respondió: «Y el sábado».

Creo que ese jueves llegué primero que nadie a comer a casa para decirle a mi madre «la buena nueva». Dijo que sí y el sábado, como un clavo y antes de que Rafael iniciase su perorata, allí estaba yo con las perras en la mano. Esa primera compra y quizá porque no pasaba desapercibido para el ilustre charlatán, casi nos hicimos hasta amigos, llegando, incluso, a cuidarle el tenderete en tanto él iba a echar un trago de vino para aclarar su ronca voz. Hoy sigo conservando aquella cartera que, abriéndola por un lado, se puede ver una póliza de 3 pesetas, una indestructible calcomanía pegada, un trozo de película de 36 mm. y lo que fue unos años después mi carné en la OJE. ¡Qué cosas conserva uno!