Si puede sugerirse una dirección en la segunda ola de la edición independiente que vivimos desde hace como un lustro, sería su apuesta dominante por el rescate de clásicos descatalogados y títulos laterales de autores centrales; vinos viejos en odres nuevos, frente a la predilección de la primera ola de los noventa por la rabiosa juventud (descartada pues la ola primitiva del tardofranquismo, con Anagrama, Tusquets o Barral, al cabo gigantes «underground»). Si la apuesta por la juventud de las Lengua de Trapo, Acantilado o Valdemar (los «nuevos insumisos», que decía Jorge Herralde) no estuvo exenta de cierta superchería, el criterio actual parece más literario. Editores como Periférica, Impedimenta o Libros del Asteroide engrosan hoy catálogos valiosos, no sólo definidos por títulos libres de regalías, que acercan obras que subsistían como tesoros de bibliófilo o noticias de manual.

La reedición de Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964) de Ediciones del Viento responde a ese espíritu de rebuscar en vetas no extenuadas. Por los tiempos de Clemente Colling, publicada en 1942, apenas se podía leer ya en las dos viejas ediciones de obras completas del uruguayo. Su obra, entre el hiperrealismo y el vanguardismo, siempre contra el «interés» como justificación de la literatura, nos lleva ahora a un tramo decisivo de su adolescencia: la llegada de Clemente Colling como profesor de piano. Nada sucede aquí, que no sea la importancia del maestro como clave del pentagrama vital del joven. Felisberto, pianista de hecho, convenció a la familia para instalar al viejo, arruinado, nostálgico de embustes, maniático y desaseado, al cuarto de invitados. Antes que en composición y armonía, la lección de Colling ni siquiera fue él mismo, su siempre postergada gloria, su mediocridad y habilidad obsesiva en la digitación, que excluía el auténtico talento: «aquella habilidad caería en cabezas somnolientas de asombro [?], y deducirían algo así: si puede imitar así la obra de los demás, ¡cómo será la suya! Para mí, la suya era triste, como cuando un niño ama un juguete vulgar y lo guarda con cariño» (pág. 74). Por contraste, dio al joven que aún no se sabía escritor una poética, que asegura la vanidad de la destreza y la dificultad, puntales infames del arte burgués; y que, por último, avisa que educar es algo perfectamente inútil, salvo en los casos en que no es necesario.