Paul Auster (New Jersey, 1947) escribió poesía «a tiempo completo» durante más de una década, después de algunas juveniles y frustradas incursiones en la ficción, según ha explicado él mismo. Cumplidos los 30 años abandonó el verso y comenzó una fulgurante dedicación a la prosa que le ha convertido en uno de los narradores más aplaudidos de nuestro tiempo. Hoy es un escritor con voz y mirada propias que aúna el favor de los lectores y el de la crítica, un autor con un puñado de temas obsesivos (nada es real salvo el azar, nos dice al principio de Ciudad de cristal) y una probada capacidad para engarzar algunas de las preocupaciones de la vieja metafísica en tersas historias de una rara novedad.

Poesía completa, libro que acaba de publicar Seix Barral, reúne los poemas de aquellos años en los que Auster cultivó un lirismo casi abstracto, sin el anclaje de la anécdota, edificado (la referencia a piedras y muros es habitual en muchos de sus textos, como símbolo de las barreras que alzamos y se alzan ante nosotros) desde un lenguaje que se autoalimenta de sus calidades semánticas y sonoras ante la sospecha de que «cada sílaba/ es obra del sabotaje». Traducido y prologado por Jordi Doce, que ha basado su trabajo en Colected Poems, editado por Faber & Faber hace cinco años, este volumen ofrece al lector en español la posibilidad de acercarse a un material literario en el que podemos rastrear, como pistas esparcidas aquí y allá, algunos de los temas del autor de La trilogía de Nueva York, incluida su preocupación por lo que llama la «musicalidad oculta». El trabajo de Jordi Doce ha sido muy elogiado por Auster, de quien el poeta y crítico asturiano ya tradujo algunos poemas que reunió en Desapariciones (Pretextos, 1996). Hay, pues, un trato largo y cultivado.

Auster, que tiene el premio «Príncipe de Asturias» de las Letras del año 2006, entre otros rutilantes galardones, ha manifestado en alguna ocasión que sus poemas forman parte de lo mejor de su obra. Quizá con estas palabras incurre en la exageración, pero son prueba de que esa escritura poética ocupa un lugar relevante, crucial, en la consideración autocrítica de su creación literaria. Y ha utilizado también la imagen del puño cerrado que se va destensando para explicar ese paso que va de los textos herméticos, crípticos, de sus primeras colecciones de versos (Radios y Exhumación, datados en los primeros años de la década de los setenta) hasta su llegada a la prosa de La invención de la soledad. Estas páginas, iniciadas una mañana de enero de 1979, a raíz de la muerte de su padre, son ya la evidencia de un cambio de rumbo, de un golpe de timón con el que busca algo más que dar vueltas literarias al aburrido asunto de la insuficiencia de la lengua, al gastado tema de lo inefable. Ahí deja atrás aquella poética del silencio a la que parecía conducir su radical concepción de la palabra para enfrentar ese límite de una manera distinta, desde una desconfianza hacia el lenguaje mucho más matizada e inteligente.

Porque Auster, en cuya voz lírica es evidente la fidelidad lectora a Emily Dickinson, hereda como poeta el callejón sin salida desde el que ya escribió Mallarmé. Pertenece a ese linaje «enteramente comprometido en la destrucción crítica de la Poesía por sí misma», según el perspicaz retrato que hizo Sartre en el estudio que dedicó al autor de Un coup de dés jamais n'abolira le hasard, poema que es, a su vez, uno de los más claros antecedentes de las vanguardias. Y por eso lleva razón Jordi Doce cuando, en su enjundioso prólogo, encuadra a Auster entre los poetas que escriben «desde el malestar y la confusión: malestar del lenguaje al verse fuera del silencio; confusión del poeta al verse arrastrado por palabras que apenas si sabe pronunciar», una actitud muy próxima también a la de Beckett. Dice el poeta estadounidense en el primer texto de Desapariciones: «y, por tanto, un lenguaje de piedras,/ pues sabe que a lo largo de la vida/ una piedra/ dará paso a otra piedra// para crear un muro/ y que todas estas piedras/ han de formar la ingente suma// de pormenores».

La edición de Jordi Doce incluye dos textos que ayudan a entender aquella posición literaria de Auster. El más antiguo, Notas de un cuaderno de ejercicios, es de 1967, y el escritor vuelve en él a una querella recurrente: «Fe en la palabra es lo que yo llamo clásico. Duda en la palabra es lo que yo llamo romántico». Auster es un romántico que quiere ser un clásico, más que un «clásico y romántico al mismo tiempo», como ha diagnosticado el crítico y poeta Jaime Siles. Por eso su abandono de una poesía que sólo crece desde la duda de sí misma y el empeño, recogido en su prosa de ficción y autobiográfica, de «traducir la experiencia en lenguaje». El segundo, Espacios blancos, lleva fecha de 1979 y marca un antes y un después en la trayectoria literaria de Auster. Éste afirma: «Dedico estas palabras a la imposibilidad de encontrar una palabra igual al silencio que se halla en mi interior». Desde esa convicción sólo tenía dos salidas: callarse o reinventarse astuta y minuciosamente como escritor.