Pocos escritores hay más dotados que Seamus Heaney (1939) para mostrar en qué consiste el compromiso de un poeta con su lengua y su realidad; y cómo la señal de la segunda puede ser captada y amplificada por la primera cuando la poesía adquiere el estatus de palabra inspirada. El irlandés, premio Nobel de Literatura en 1995, leyó una selección de su obra en la cúpula del Centro Niemeyer. Con él estuvo el también poeta, traductor y crítico asturiano Jordi Doce.Heaney leyó un poema en inglés y Doce, a continuación, su versión castellana; y así hasta concluir la lectura, al final de la cual, si el autor se aviene, se abrirá un coloquio con el público. La entrada será libre hasta completar el aforo, previa retirada de invitación en el propio centro avilesino o en la Laboral de Gijón. Quien viva en Oviedo y quiera acudir deberá viajar dos veces a la villa del Adelantado, o una a ésta y otra a la de Jovellanos, aunque en orden inverso.

Con todo, la oportunidad de escuchar en directo a una de las grandes voces de la poesía en lengua inglesa bien vale esos kilómetros de más; máxime cuando se trata no de un poeta en decadencia, sino de uno que todavía se encuentra, como dicen en su lengua, «at the peak of his powers», y que, pese a estar a punto de cumplir los 74 años, conserva aún una imaginación vigorosa y un envidiable interés por el difícil arte de mantener el vuelo lírico siempre ligado a la tierra (entiéndase, lo real: los hechos, las cosas).

Ahí están, para probarlo, sus tres últimos poemarios (Luz eléctrica, Distrito y circular y Cadena humana), todos ellos ya traducidos al castellano, y las selecciones Campo abierto (2005) y Antología poética (1993), en las que tienen cabida poemas de todos sus libros anteriores, desde Muerte de un naturalista (1966) hasta The Spirit Level (1996). Complemento ideal de estas lecturas es la recopilación de ensayos De la emoción a las palabras (1996), donde Heaney analiza la obra de otros poetas (Auden, Lowell, Plath), pero, sobre todo, la suya; y, a veces, con resultados enormemente fructíferos, pues permiten situar con precisión las coordenadas en que aparece eso que se llama «la voz». Así, cuando explica el proceso de composición del que él mismo considera su primer logro, el poema «Cavar», y constata que la «excitación» y la «confianza» que le producía nombrar «los hechos y las superficies de las cosas» habían abierto en el texto «un pozo de ventilación que comunicaba con la verdadera vida».

Quizá pueda verse en esta explicación un relato algo idealizado del nacimiento de un poeta, pero lo cierto es que sus pormenores nos ayudan a plantarnos en medio de la topografía emocional del irlandés, que no rinde menos fidelidad a lo real que al lenguaje que lo designa, y que aspira aun a otra clase de fidelidad: aquella que nos acercaría a tocar «la verdadera vida», que no es, como en Rimbaud, la que está ausente, sino la que se oculta hasta que el poeta agita los aljibes de sonido de las palabras y cala en los estratos temporales de su materia.

Es esta última fidelidad la que otorga singularidad y potencia a la poesía de Heaney, pues enriquece su realismo con un punto de simbolismo (lo real visible es un pálido reflejo de lo real real), pero un punto tan justo que no llega a despegar del todo la perspectiva del suelo que pisamos. Heaney no cree que al poeta deban concedérsele «más licencias que a cualquier otro ciudadano», y, desde ese rechazo a su encastillamiento, se ha esforzado siempre por conciliar su rol lírico con su rol cívico. En esta tarea le han despejado el camino autores como Lowell o los polacos Milosz y Herbert. Sin embargo, nunca ha dejado que el ciudadano coartara tanto al poeta como para secar la fuente de su imaginería ni -hasta sus últimos libros- su voluntad de rimar para «despertar ecos en la oscuridad».

Incluso en sus poemas más «comprometidos», como «Digas lo que digas no digas nada», incluido en Norte (1975), Heaney reserva un espacio para la metáfora: «Escribo justo después de un encuentro / con un periodista inglés en busca de "pareceres / sobre la cuestión irlandesa". Estoy de vuelta en los cuarteles / de invierno, donde las malas noticias ya no son noticia, / (?) donde zooms, magnetófonos y cables enrollados / ensucian los hoteles». Como se ve, la imagen se ajusta de tal modo al asunto del poema que pasa casi desapercibida, y es por eso más eficaz: no fulgura para afear a los versos iniciales su prosaísmo, sino que brilla justo lo que éstos necesitan para convertirse en poesía, sin que por ello tengan que renunciar a su propósito: fijar una postura política.

Heaney compuso este poema cuando ya se había trasladado a vivir a Dublín, y el ruido del conflicto norirlandés le llegaba con más distancia que cuando vivía en el Ulster, donde nació. Desde entonces, el poeta se ha dejado seducir por Dante (Station Island) o el citado Milosz (The Haw Lantern), o ha sucumbido con éxito a la tentación de la epifanía (Seeing Things), para desembocar en una producción, la de sus tres o cuatro últimos libros, en la que sigue cavando con la pluma bien sujeta «entre el índice y el pulgar», como se propuso hacer desde el principio, pero ahora situado en una «frontera de la escritura» que le permite juzgar lo que se cuece a ambos lados, «incriminado y, sin embargo, absuelto». Dos lados que no son sólo los dos bandos que litigaban a tiros cuando Heaney escribió este lúcido verso (1987), sino también los dos territorios que el poeta ha de cruzar, yendo de las piedras a la metáfora y de la metáfora a las piedras, sin aspirar a salir indemne.