El mundo está lleno de ratas. Siempre lo ha estado. Jerry Fein es una de ellas. Si pudiésemos preguntarle a George V. Higgins (1939-1999) en qué se diferencian las ratas del resto de los humanos respondería en que no eligen tanto lo que comen. Pero Higgins ya no está aquí. Murió en 1999 tras dejar escrito un puñado de buenas novelas, tan buenas que de no haber existido, jamás hubiéramos disfrutado probablemente de las jugosas conversaciones que mantienen en torno a las hamburguesas los asesinos de Tarantino en algunas de sus famosas películas. Elmore Leonard, otro gran maestro del género negro, recientemente fallecido, tampoco habría podido seguramente engancharse de un hilo narrativo tan sugerente como del que se enganchó en muchas de sus historias. Donald Westlake, bajo el seudónimo de Richard Stark, también se contagió de los chispeantes diálogos. Sólo hay que fijarse en Parker.

-Cuando no estoy trabajando soy Chuck Willis. Aquí en Miami o en Las Vegas o en la costa.

-¿Y cuando estás trabajando?

-No quieres saberlo.

Pero vamos con Fein, el protagonista de La rata en llamas (1981), la novela de Higgins que acaba de publicar Libros del Asteroide. Fein es un picapleitos de poca monta, una especie de Saul Godman para los lectores que estén familiarizados con la estupenda serie televisiva Breaking Bad. Igual que sucede con las ratas, Jerry Fein come cosas que otros no prueban. Apenas pisa los juzgados, su mayor esfuerzo consiste en colgarse del teléfono para arreglarles los asuntos a los artistas del espectáculo que representa: todas las mediocridades que, sin ir más lejos, es capaz de contratar cualquier club de mala muerte de South Braintree, Massachusetts.

En las novelas de George V. Higgins, el pan se cuece en Mass. Él mismo nació en Brockton, la ciudad de los campeones, un lugar donde también vinieron al mundo los boxeadores Rocky Marciano, Robbie Sims y el entrenador Goody Petronelli, preparador de Marvin Maravilla Hagler, que también se crió allí. En Brockton fueron detenidos en 1920 los anarquistas Sacco y Vanzetti, que, después de penar durante años en el corredor de la muerte, serían ajusticiados en la silla eléctrica, acusados sin pruebas de un par de horribles asesinatos.

Higgins obtuvo el título de abogado en la Facultad de Derecho de Boston College. A partir de ese momento colaboró con el Gobierno en la lucha contra el crimen organizado. No sólo se ocupó de la forma de actuar de los buenos -él era uno de ellos-, además puso la oreja para no perderse nada de lo que se traían entre manos los malos, no sólo para detenerlos sino para ir perfilando, a la vez, los personajes de sus dos decenas de novelas. En la que probablemente es su obra maestra, Los amigos de Eddie Coyle (1972) supo cavar profundamente en el basurero político, social y criminal que era por entonces Boston. La conversación entre Jackie Brown y el tipo mazas sobre pistolas y nudillos se conserva en los anales. Cualquiera que la haya leído me dará la razón y ningún buen aficionado al género debería dejar de hacerlo.

Dennis Lehane, otro devoto de Higgins, escribió que en muchas novelas, el diálogo es la sal y la trama, la comida. En Los amigos de Eddie Coyle, concluye Lehane, la comida son los diálogos. Digamos, el banquete. Los libros de Higgins reflejan fielmente la violencia, las traiciones, las miserias de la calle, y ofrecen, al mismo tiempo, invectivas locuaces inolvidables. "En el Londonderry no pasan llamadas, Leo. Hasta tienen un cartel que lo pone, encima de la barra. Lo he visto. Dicen que el teléfono es sólo para que los clientes llamen desde el bar. Si empezaran a pasar llamadas de fuera, perderían la mitad de la clientela la primera noche, en cuanto la peña viese que los podía localizar con sólo llamar. Habría tíos saliendo por las putas ventanas, joder. Si sus mujeres no aparecieran a por ellos, sería la Pasma o algún hijoputa con ganas de hincharlos a hostias. No pasan llamadas" (La rata en llamas, pág. 120).

Prosigamos con Fein. Su problema no es tanto la imposibilidad de que ninguno de sus artistas pueda contar los chistes de Milton Berle, por ejemplo, cuya foto, junto a las de Sinatra, Judy Garland y Elvis Presley, preside su despacho. El problema son los inquilinos de un edificio de apartamentos en Boston del que es propietario, unos negratas que se resisten a pagar el alquiler. Desahuciarlos no es la única opción.

El caso es que rata busca rata para compartir un banquete de inmundicias. Fein encuentra a Leo Proctor, un manitas que trabaja a tiempo parcial y es capaz de colocar lo mismo una grifería que llevar a cabo una obra de aislamiento en el tejado de un ático. Proctor tiene, además, otras habilidades. Es pirómano, de modo que Fein lo contrata para que incendie su asqueroso edificio de apartamentos y así poder cobrar la póliza del seguro.

Desde el primer momento resulta fácil imaginarse lo que va a pasar, cómo va a ocurrir y cuántos van a morir. Las conversaciones de Leo con el jefe de bomberos en una pastelería donde nunca hay danesas de crema son vigiladas por dos policías que fingen ser camioneros. El fatalismo es una constante en las novelas de Higgins, en las que los personajes están dispuestos a admitir con cierta facilidad que son tontos, pero jamás llegan a reconocer que son rematadamente estúpidos. Descerebrados, dipsómanos, todos contribuyen a un desenlace fatal. El lector se percata enseguida de que las cosas no les pueden ir demasiado bien a Jerry y a Leo. Al edificio de apartamentos han llegado los negros, y las ratas están en camino dispuestas a conseguir comida gratis y a procrear. Dentro está más oscuro, informa Proctor a Fein, que un cargamento de culos. Y, además, no hay quien pille una de esas danesas de ciruelas y crema en la Pastelería Escandinava. Todos son problemas en La rata en llamas, ¿se dan cuenta?