Seis veces, seis, el Barcelona ha demostrado ser el mejor. Por el camino han ido quedando equipos de todos los continentes, mejores o peores, pudientes o modestos, para acabar, todos, rindiéndose a este Barça que ya tiene un hueco en la historia. Con un fútbol, un estilo de juego, para enmarcar. Y, además, normalmente acompañado por el resultado. Unas veces, sobrado. Otras, como ayer, al límite, sufriendo. Pero siempre, siempre, fiel a una idea. Incluso ayer, cuando el reloj amenazaba con dejar incompleta la obra azulgrana de este 2009. Pedro tuvo que ser el que desatascase el partido. Y Messi, siempre Messi, el que pusiera la guinda para elevar a los altares, también de la estadística, al mejor equipo del mundo.

Ferran Soriano, ex vicepresidente del Barcelona, explica en un libro que acaba de poner en circulación que la pelota no entra por casualidad. Soriano, que ahora preside Spanair y conoce tan bien el mundo de la empresa como el del fútbol, sabe de que habla. El Barça, que se quedó a las puertas en 1992 y 2006, levantó ayer la copa del Mundial de clubes. Aquellos equipos, el mítico «Dream Team» de Cruyff y la versión más reciente de Rijkaard, también eran buenos. El de Guardiola es de otra galaxia.

Porque ayer, como en Stamford Bridge o en Mónaco, por poner dos ejemplos, estuvo en un tris de romperse la racha. Y, como ante el Chelsea o el Shaktar, la pelota no entró por casualidad. Faltaban dos minutos y ahí seguía el Barça, erre que erre, sin tirar un balonazo a la olla, buscando un resquicio en la tela de araña estudiantil. Marcó Pedro, como pudieron hacerlo antes Ibrahimovic, Henry o Piqué. Y como lo hizo Messi en la prórroga. Costó, pero finalmente el fútbol hizo justicia con el equipo que mejor le honra.

Pese a todos los avisos de Guardiola y a los buenos propósitos de sus jugadores, el partido pintó de inicio como más le convenía al Estudiantes. Fútbol muy trabado, con continuas interrupciones, lo que impedía el rondo habitual del Barcelona. El entrenador argentino, Alejandro Sabella, plantó un 3-5-2 que consiguió su principal objetivo: convertir el centro del campo en una zona superpoblada, donde los jugones azulgranas no encontraban resquicio para tocar. Faltaba Iniesta y Xavi no tenía ningún socio para inventar. Ni un apagado Messi.

Pese al aviso del minuto 3, cuando Verón dejó a Enzo Pérez mano a mano con Valdés, el Barça no se activó en todo el primer tiempo. Y a la segunda, en un centro magníficamente cabeceado por Boselli, empezó flotar por Abu Dabi el gafe azulgrana de la Intercontinental. Algo pasaba en el Barça cuando en las dos únicas oportunidades hasta el descanso tuvo que andar Xavi por el medio. Y, además, en la segunda el árbitro se negó a conceder el penalti del portero argentino.

La final reclamaba la intervención decidida de Guardiola. Y no se hizo esperar. Como casi siempre, una apuesta arriesgada porque la entrada de Pedro dejaba a Xavi y Busquets como únicas referencias en la medular. Pero funcionó. El partido se pasó a jugar en los últimos 30 metros del terreno del Estudiantes, donde el Barça acaba creando ocasiones.

Hubo tres o cuatro muy claras, pero la pelota no entraba ni por casualidad. Entonces, con las manecillas del reloj clavándose como puñales en el subconsciente de los azulgranas, se produjo una última vuelta de tuerca muy «guardioliana». Una estrella mundial, Henry, al banquillo. El último chaval de la cantera, Jeffren, al campo. La frescura que necesitaba el Barça para el asalto final.

Jeffren, eléctrico, rompió una y otra vez la línea defensiva del Estudiantes, pero no había manera de acabar las jugadas. Hasta que Piqué, instalado en el área contraria, ganó un balón aéreo que Pedro, el más listo de la clase, picó también de cabeza por encima de Albil para abrir la puerta a la consagración definitiva de su equipo.

Con un equipo eufórico y otro derrengado, la prórroga sólo podía resolverse para el lado del Barça. Era cuestión de tiempo. A los argentinos, con el depósito vacío, sólo les sostenía la casta, a la espera de los penaltis. Pero el gol era cuestión de tiempo. Pudieron hacerlo Messi e Ibrahimovic en la primera parte. El destino tenía reservada la gloria para el mejor, para Messi.

El gol, además de definitivo, llevó incorporada una gran carga simbólica. Alves centró por enésima vez al área y Messi, escurriéndose entre las líneas enemigas, se plantó tan cerca de Albil que le bastó rematar con el pecho. Con el corazón. Con el escudo del mejor equipo del mundo.