La sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra que admite la satisfacción de la totalidad de la deuda hipotecaria contraída por un ciudadano con su banco con la mera ejecución y embargo por éste de la vivienda hipotecada ha vuelto a plantear un debate que en España se trató de suscitar en el arranque de la crisis.

Mientras en Estados Unidos la deuda del hipotecado con su banco se salda, en caso de impago y mora del crédito, con la entrega de la vivienda y de las llaves, en España muchas familias se han visto privadas de la casa que habían adquirido con apoyo bancario una vez que no pudieron seguir haciendo frente al pago de la hipoteca, bien por haber perdido el empleo, haber sufrido una merma en los ingresos u otras contingencias o por el mero repunte del euribor (el tipo de interés que sirve de referencia a la mayoría de las hipotecas). Sin embargo, la pérdida del piso no les exime, a diferencia de lo que ocurre en EE UU, de tener que seguir haciendo frente a sus deudas bancarias, cuando ocurre que el valor del bien entregado no cubre la totalidad del crédito concedido.

Una sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra, recurrida por el banco, exoneró sin embargo a los clientes de seguir pagando a la entidad una vez que la familia embargada entregó el bien, cuya tasación era superior al importe del crédito.

Quienes defienden el modelo estadounidense recurren básicamente a dos argumentos: uno, el de la piedad y caridad con el embargado; y otro, el de los incentivos económicos.

En el primer caso se presenta como cruel en extremo que quien pierde su casa por atravesar por dificultades económicas se vea obligado además a responder con su patrimonio por la deuda crediticia pendiente de satisfacer: por ejemplo cuando, como suele ocurrir en las crisis económicas -que es además cuando más casos de embargos y ejecución de morosos se producen- los bienes inmobiliarios se desprecian y, a causa de esa devaluación, no cubren por sí mismos el importe del crédito concedido. Y más cuando, como fue habitual en los años de la euforia, con los tipos de interés anormalmente bajos y una espiral de revaluación de la vivienda, en plena «burbuja» inmobiliaria, muchos bancos y sus clientes, habiendo perdido la apreciación del riesgo, pactaron préstamos que, lejos de cubrir el 80% del valor hipotecado, como había sido tradicional, llegaban a financiar el 100% o más del valor de la vivienda, con lo que la hipoteca financiaba la totalidad del inmueble, cuando no también la compra de muebles y en ocasiones del coche.

Este comportamiento de cierta negligencia del sistema financiero, pero también de sus clientes en la apreciación del riesgo cuando en España se vivía la ilusión quimérica del crecimiento ilimitado, es la causa de que muchos analistas consideren que bancos y cajas, que prestaron alegremente, deben asumir la parte alícuota del coste del fracaso y que el error de operaciones de préstamo demasiado ligeras y aventureras debe recaer sobre las dos partes y no sólo sobre el usuario.

De esta forma, aduce este sector de analistas, si los bancos tuvieran que cancelar los préstamos con la mera entrega de la vivienda por el cliente incumplidor y no pudieran resarcirse de las pérdidas ni de la deuda pendiente, una vez realizado el embargo del bien hipotecado, mediante la ejecución -como ocurre ahora- del salario, los avales o el patrimonio del cliente que éste aportó como garantía complementaria para lograr el préstamo, la banca sería más cuidadosa en las concesiones crediticias y en su importe, seleccionaría con más rigor a sus clientes y las operaciones que financie y también sería menos alegre en la tasaciones de los bienes hipotecados.

Es decir, según esta tesis, el riesgo que pesaría sobre la entidad bancaria de incurrir en pérdidas si algún cliente de activo le falla actuaría de incentivo para una mayor eficiencia y rigor en la actividad crediticia de la banca.

Esto es lo que sostienen los defensores del modelo norteamericano en la medida que éste hace recaer el riesgo total de la operación de préstamo sobre el banco. El comprador de la vivienda, si no puede seguir pagando la hipoteca, abandona la vivienda y se va. Nadie puede perseguirle ni exigirle que afronte lo que aún deba. El usuario se desentiende y el problema se lo queda el banco que le dio el préstamo, que asume como propia la vivienda pero no podrá cobrar la deuda residual entre el valor actual del bien (depreciado en tiempo de recesión y de alto «stock» de viviendas sin vender) y el crédito que se concedió al cliente para adquirir el piso al valor de su tasación en plena euforia alcista de los precios inmobiliarios.

La experiencia reciente de EE UU demuestra que este esquema -en el que se mantiene la asimetría, pero se invierte a favor del cliente- no es tan virtuoso como se pretende. La creencia de que si la entidad asume más riesgo tendrá un estímulo para actuar con mayor prudencia en la inversión crediticia, aplicar tasaciones mucho más ajustadas a la realidad y conceder préstamos más atinados quedó desmentida en el devastador derrumbe inmobiliario de 2007 en EE UU, que actuó como espoleta de la actual crisis internacional, que arranca en 2008.

La banca norteamericana concedió de forma masiva hipotecas para la adquisición de viviendas a personal insolvente, los llamados «ninja», acrónimo de «No income no job or assets» («Sin ingresos, ni trabajo ni patrimonio»). Esos créditos, denominados «subprime» o «hipotecas basura», acabaron desencadenando la más feroz recesión desde 1929. La crisis de las «subprime» generó el desplome financiero, el derrumbe de los bancos bloqueó el mercado internacional del dinero y eso expandió la asfixia financiera a otros sectores y países, causando insolvencias, cierres por falta de liquidez y destrucción de empleo.

Hoy, bancos y cajas españoles tienen un pesado lastre de exposición al riesgo inmobiliario. Y esa carga está obligando a fusiones y recapitalizaciones. Las entidades no pueden eximirse de su responsabilidad en haber asumido concentraciones de riesgo sectorial que hoy, visto con perspectiva, no ofrece duda de que incorporó altas tasas de imprudencia. Aunque haya factores que lo expliquen: una política monetaria de tipos de interés oficiales superreducidos estrechó los márgenes de la banca. Y eso, combinado con un diferencial de inflación en España, supuso tipos de interés que llegaron a ser negativos en algún momento. En esas circunstancias, la banca optó por multiplicar las operaciones, incluso reduciendo los estándares de rigor, para intentar paliar la caída de ingresos. Y más cuando los españoles habían perdido el miedo a endeudarse y el potente ahorro alemán estaba dispuesto a financiarlos.

Ahora el sistema financiero español tiene un exceso de riesgo inmobiliario. La situación no es extrema, pero sí lo suficientemente preocupante como para que se esté acelerando la reestructuración del sector. Pero de estar vigente en España el modelo estadounidense, y de tener la banca que conformarse con ejecutar los bienes hipotecados sin posibilidad de cobrar los débitos pendientes, buena parte del sector bancario español estaría hoy en una situación insostenible.

La ingenuidad es creer que los infortunios de la banca son sólo el infortunio de los banqueros. En la banca está el ahorro de millones de españoles: en depósitos y también en acciones. Y la banca es el sistema sanguíneo de la economía. Cuando se colapsa el sistema financiero todo se derrumba. Y cuando el flujo crediticio no mana, las oficinas de empleo se saturan de parados.