En tiempos de Pasqual Maragall se hizo popular el término «maragallada» para referirse a las decisiones o propuestas inesperadas del presidente de la Generalitat. Muchas «maragalladas» acababan en agua de borrajas, algunas tenían éxito y otras eran rectificadas apresuradamente. La pasada semana, Ernest Maragall, hermano del ex presidente y consejero de Educación en el Gobierno de la Generalitat, abrió una minicrisis al afirmar en una conferencia que en Cataluña hay «fatiga de tripartito» y que el Gobierno «no tiene un proyecto de país», además de reclamar un grupo propio para el PSC en el Congreso de los Diputados. Fue una «maragallada» del tercer grupo, seguida casi de inmediato por una rectificación con todos los visos de una rendición humillante: el lunes, Maragall salía del despacho de José Montilla y, sin sonrojarse, les decía: «Estoy convencido de que este Gobierno sí tiene un proyecto de país». Los escasos días transcurridos entre una cosa y otra han visto florecer las especulaciones sobre la salud interna del PSC y la solidez de su pacto fundacional. La prontitud de la rendición augura que no llegará la sangre al río. Otra cosa es que montar numeritos en un año electoral suele pasar factura en las urnas, pero al episodio se le puede aplicar el estrambote del soneto cervantino: «Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada».

¿A qué vino esa «maragallada»? Se barajan varias hipótesis, entre ellas el tanteo de fuerzas previo a la preparación de las listas electorales. También podían ser los primeros escarceos de la batalla interna que seguirá a la derrota que las encuestas pronostican para otoño. En cualquier caso, no es el primer enfrentamiento entre las dos almas fundacionales que se atribuye al PSC; ni siquiera el más grave. Y el presente no es el momento de más fortaleza para el sector en que cabe encuadrar a los Maragall; cualquier ruptura los precipitaría al vacío. Si el consejero de Educación pretendió medir sus fuerzas, la rendición del lunes da cuenta del recuento: sólo el consejero de Economía, Antoni Castells, salió a defender su derecho a opinar libremente. Luego, en la ejecutiva del partido, le dijeron que estas ocurrencias son carnaza para el enemigo -el líder convergente Artur Mas se había apresurado a sacar tajada-, y aquí acabó todo, al menos de momento.

En cualquier caso, la minicrisis ha venido a recordar que las dos almas siguen vivas en el cuerpo de un partido que por algo tiene como nombre oficial el de PSC (PSC-PSOE). La parte entre paréntesis ejerce de doble apellido: recuerda que nació en 1978 de la unión entre un primer PSC y la federación catalana del PSOE. Aquel PSC, a su vez, había surgido de la unión entre varios grupos con un fuerte componente de catalanismo en su ideario. En las primeras elecciones democráticas, en 1977, se presentaron en coalición, bajo el nombre de Socialistes de Catalunya, y no fue hasta el año siguiente que se ofició la unión. A ese matrimonio el PSC aportó un gran número de cuadros dirigentes. El PSOE, cuya federación catalana tenía pocos cuadros y menos militantes, aportó el tirón electoral de Felipe González y la complicidad de UGT. La gente del PSC copó los puestos de dirección y las cabeceras electorales, con nombres como Joan Reventós y Raimon Obiols; pero en 1979 las elecciones municipales llevaron a los socialistas al Gobierno no sólo de Barcelona (Narcís Serra y Pasqual Maragall), sino también de las poblaciones del cinturón industrial, con mayoría de población inmigrante y de habla castellana. Estos ayuntamientos fueron la Universidad acelerada de una generación de cuadros de extracción popular, que con el correr de los años y de las elecciones llegaron a un convencimiento: «Nosotros ponemos los votos y ellos se quedan los cargos». Y es que el PSC arrasaba en las municipales y en las generales, pero fallaba una y otra vez en las autonómicas, que eran responsabilidad de la dirección. La batalla se libró en Sitges en 1994, en un congreso que aupó a puestos de responsabilidad a los llamados «capitanes», entre ellos José Montilla, Miquel Iceta y José Zaragoza, los máximos dirigentes actuales. Montilla llegó a la secretaría general en el año 2000, tras un interregno gestionado por Narcís Serra.

Con los «capitanes» mandando en el partido, a la vieja guardia «catalanista» le quedaba poco fuelle, pero la historia y la enemistad de ERC con CiU llevó a Maragall a la Generalitat, y el alma catalanista del PSC se sintió revivir. La irrupción de Montilla, entonces ministro de Industria, en las horas finales de la elaboración del Estatut, con el encargo de rebajar su graduación, llevaron a pensar de nuevo en un PSC totalmente rendido al PSOE; mas aún cuando Maragall fue jubilado por fuerza y el de Cornellá le sustituyó como cabeza de cartel. Pero el hábito hizo al monje, y como presidente de la Generalitat Montilla se ha enfrentado a Zapatero para exigir más financiación.

Lo que no pide Montilla, y que tampoco reclamaron con bastante fuerza los Reventós y los Obiols, es el grupo parlamentario propio que el PSC tuvo entre 1977 y 1982, y del cual fue portavoz el asesinado Ernest Lluch. Maragall y Castells hacen bandera de esta reivindicación, y con ello marcan perfil propio en unas vísperas electorales que se auguran accidentadas, pero que, en su condición de líderes sin tropa, no tienen otro remedio que vivir dentro del PSC. Y lo saben. Las otras cosas escandalosas que dijo Ernest Maragall son verdades que caen por su peso: es cosa sabida que dentro del tripartito los unos están hartos de los otros, y la gente, de ellos. Y es cosa sabida que en el Gobierno hay al menos tantos proyectos de país como partidos lo integran; aunque Montilla ordene decir lo contrario.