El viajero regresa a casa saturado de imágenes, auras, artefactos, fetiches, iconos y trampantojos venales de todo tipo. Le pesan en los tobillos, la espalda, la cabeza y, sobre todo, el fondo de ojos las ocho horas y pico empleadas en concienzudas deambulaciones Arco arriba, Arco abajo pero, incluso antes de deshacer la maleta, se echa a la calle, directo a la bahía. Aunque al sur y al este el cielo aún está bastante claro, todo el resto del horizonte aparece prematuramente oscurecido por una borrasca: una masa en todos los tonos del azul grisáceo, cuyos nubarrones se licuan sobre un mar que añade mercurio al bellísimo color del cielo. El viajero recién regresado se acoda en la barandilla y deja que la tarde vaya cayendo al mismo ritmo al que la borrasca espesa y se acerca a la costa: el azul plomizo vira a pizarra y poco a poco a negro puro, y anega los ojos diluido en la fresca humedad. El fluido baña, diluye y lava todas las impurezas que en los últimos tres días se habían adherido al sistema nervioso y, finalmente, arrastra casi todo por algún hondo y piadoso sumidero. El viajero vuelve a ver claro.