Josep Esteve Adam (Algemesí, Valencia, 1946) lleva tres exposiciones en Gijón (Van Dyck 2004, 2007 y 2010). Aquí se editó en 2007 un libro sobre su obra. Veamos las características de su obra, centrada en el paisaje de su tierra.

El artista hace senderismo y recorre las montañas que bordean el litoral mediterráneo de la Comunidad Valenciana. La elección de este paisaje en lejanía como sujeto estético implica un formato apaisado y de tamaño grande, una composición organizada horizontalmente en tres o cuatro bandas, desde el suelo inmediato al cielo lejano.

Un paisaje de lejanías no permite contemplar detalles, impide acercarse, se convierte en un conjunto de manchas de colores que es preciso organizar. Colores tomados de la propia naturaleza y por lo tanto con gradaciones propias, nunca estridentes. Porque no es un paisaje romántico, es una contemplación sosegada, una entrega a la meditación. Se trata de un pulso a favor de la modernidad, un cuadro abstracto disfrazado de paisaje, un Kandisnky sereno que no necesita turbulencias geométricas ni coloristas, un Mondrian inmenso a base de irritantes unidades que no respetan las figuras del rectángulo o el cuadrado. Porque la curva la traza el río Serpis, el color azul está en la pequeña laguna o en el borde del mar lejano, la tierra de cultivo tiene contornos caprichosos. No hay garabatos geométricos ni rectángulos a la divina proporción. Tampoco se admiten colores vivos, sino ocres, tierras, grises, azules matizados. Hay también algo que un Kandinsky no puede tener y es la atmósfera más o menos clara, la transparencia nítida del llamado «efecto de cercanías» o por el contrario, cierta opacidad neblinosa de imposible definición verbal.

Las manchas del paisaje también pertenecen a la obra del hombre: tierras de cultivo en diversas fases, pequeños caminos, vías de tren o amplias autopistas. No se ve al hombre, sería demasiado pequeño a esta escala, pero se ve su obra, contemplada por el autor de manera un tanto melancólica.

Y esa melancolía nace del tiempo que pasa y deja sus huellas. Tal intervención del hombre en el paisaje es resultado de la agricultura tradicional. Pero también efecto de otras intervenciones más agresivas, las que se dieron en la época de la revolución industrial y se están desmantelando en nuestros días. De modo que al lado de las vías del tren puede haber tinglados en desuso, almacenes abandonados, casas deshabitadas cuyos dueños siguen soñando con el traqueteo de los trenes cercanos. Una historia que pasa deprisa. En cincuenta años se han levantado y han desaparecido altos hornos, puertos, fábricas y trenes. Es una meditación preñada de futuro. ¿Qué vamos a hacer, cómo transformar esto en algo útil y económicamente viable?... Eso meditan los arquitectos y deciden con mayor o menor acierto los políticos.

En esta meditación observamos lo que permanece del pasado y topamos con los cuadros de Esteve Adam sobre los arrozales, de gran cariño y serenidad. Porque si hay algo que impresiona al viajero que por vez primera se acerca a estas tierras es el palmeral de Elche, los inmensos naranjales de Valencia, el arrozal de la Albufera. En los cuadros grandes el pintor arrastra la brocha con escasa pintura. Pero a veces el tamaño disminuye y el artista se acerca al motivo. Entonces utiliza colores más vivos, contrastes más acusados, emplea óleo sobre papel, pinta deprisa con mucha espontaneidad y contra el tiempo. El resultado es vivo y sugerente, más realista y menos abstracto.