Uno, aunque no lo parezca, tiene lectores. No son, precisamente, lo que ahora se conocen por «fans». Algunos me ponen a parir. «Cual no digan dueñas», según el clásico. A otros les parece mal que escriba en «gijonés». Lo siento. Uno no es Vargas Llosa, ni aspira al Nobel. Por no pretender, ni siquiera me acuerdo del premio «Príncipe de Asturias», pues mi republicanismo me lo impide.

Escribo como habla la gente de mi pueblo. Jamás he oído a un gijonés, después de besar a una mocina preguntar: «¿Te satisfizo, amor mío?». Sino, más bien: «¿Prestóte, Marujina?».

Y empleo aumentativos y diminutivos «a esgaya». Los primeros para expresar admiración: la Escalerona, el Molinón, la Iglesiona del Santón, etcétera. Y los diminutivos, porque somos muy dados a la ternura: el Puentín de La Guía, el Rinconín de la costa.

Pretendo emular sin conseguirlo a los viejos maestros ya desaparecidos: Adeflor, Pachín de Melas, Arturo Arias, Chano Castañón, Paco Taibo I, Mauro M. Muñiz, Dioni Viña por citar a unos pocos (a Eladio Verde no lo menciono por ser madrileño).

Todos ellos escribían para ser entendidos por el paisanaje y si intercalaban extranjerismos o palabros de moda lo hacían con coña verdaderamente académica.

Tal vez fuera conveniente instituir la Real Academia de la Coña Marinera. Algo intentamos desde el Ateneo con Ludi y un certamen de poesía festiva, que quedó en agua de borrajas.

Como otras tantas tentativas gijonesas.