Esta sección no es, aunque tenga resonancias mercantiles, más que una galería abocetada de amigos muy queridos. Todos se merecen mi gratitud, y ésta es ocasión de proclamarlo. Les debo mucho. Desde un razonable consejo a un emocionado abrazo, una amable palabra o un excesivo silencio, una crítica sincera o un halagador piropo, un alentador «sigue así» o un prudente «déjalo ya», una copa a deshora o un oportuno y reconfortante café. En algunos casos, esta deuda viene de tiempos pasados, época de vacas flacas o quebrantada salud, de alegría desbordada o de soledad compartida, noches de vino y rosas o temores e insomnios hospitalarios. Algunos, tal vez demasiados, ya no están entre nosotros; a otros ni siquiera los llegué a conocer personalmente, pero sí leí su obra y alguien me contó su vida.

Don Gaspar, asiduo visitante del arenal de San Lorenzo, al que oteaba cada mañana desde el prado familiar, encargó a su hermano mayor don Francisco de Paula la construcción de un muro para contener la arena que traían los vientos dominantes y las aguas de las mareas vivas que, por San Agustín, inundaban la incipiente villa.

El padre del Muro no fue, por tanto, un cualquiera. Don Francisco de Paula era capitán de navío de la Real Armada, comendador de la Orden de Santiago y alférez mayor de Gijón, o sea, la máxima autoridad con mando sobre los regidores de la villa y primer director del Real Instituto Asturiano. El Muro protegía edificios y huertos (yo los alcancé a conocer en esa zona estúpidamente denominada como «Miami»). Gracias a él pudo construirse muchos años más tarde la avenida de Rufo Rendueles, que durante algunos años se denominó avenida de la Victoria.

Gracias al muro jovellanista, Gijón cuenta actualmente con el paseo marítimo más singular del mundo: está la mayor parte del día en la sombra. Los altos edificios construidos al sur del paseo le roban el sol.

Don Francisco de Paula no hubiese permitido semejante barbaridad debida al furor especulativo que imperó durante algún tiempo en un Gijón devoto del cemento, que hasta llegó a arrancar los tamarindos que bordeaban el Muro.

En el año de 1775, terminada la construcción del Muro, el alférez mayor mandó labrar a los canteros una piedra con la siguiente inscripción: «De la casa de Dios, fuerza y adorno».

Eso es el Muro y en memoria a aquel Jovellanos así seguimos denominando los gijoneses el paseo marítimo.

Conviene no olvidarlo.