El año que se fue dejó un epílogo de malas imágenes. Un dictador fue llevado a la horca y su ejecución se convirtieron en un espectáculo resistente a la evasión de cualquier zapeo. Alguien tendría que analizarlo en profundidad: esa repetición del horror no satisface una curiosidad periodística, sino que tiene que ver con impulsos más oscuros del ser humano. En una sociedad que tiene la violencia de ficción por principal fuente de entretenimiento, unas gotas de crueldad real a pie de patíbulo resultan más magnéticas que una conocida película de Sean Penn y Susan Sarandon. Es un mal rollo que no se noten atisbos de piedad ante semejante barbarie; la fortaleza de Occidente debería incluir una repugnancia instintiva al horror. Dicho de otra forma: esa ejecución debería resultar insoportable de ver. Lo que no te queda claro es si el hecho de que resulte soportable constituye un signo de decadencia o, por el contrario, de saludable adaptación a las leyes del entorno.

El horror es la invocación de Kurtz (Marlon Brando en «El corazón de las tinieblas» /«Apocalypse Now»). Como su personaje, Brando había visto demasiado. Su declive físico era una señal de desprecio hacia el sistema que trató de eternizarlo en un póster juvenil, una terapia de autodestrucción preventiva, una forma de dar la espalda a la belleza quirúrgica de Hollywood. Es duro el mundo del espectáculo. Los actores tenemos que salir a observar constantemente, dice Belén Rueda en una entrevista. (Qué bonito nombre, Belén, tan subversivo). Y no dice los actores y actrices. Eso es valor torero. A propósito de toreros, una amiga donostiarra y gran aficionada a la fiesta me cuenta que el mejor diestro del momento es francés. Ver para creer. Se empieza implantando por decreto focos antitaurinos en la Marca Hispánica y llegamos a esto. Los Pirineos han corrido la misma suerte que los Reyes Magos: ya no hay. Se ha cumplido la frase de Luis XIV. Asunto complicado. Con los vecinos siempre hay una química peculiar, y Francia es la cuna del cartesianismo. Ganas dan de piratear «La venganza de don Mendo» y añadir más que cuna, dijérase que es cama. Escama un poco, por cierto, la imagen del rezador ante los muros de la catedral de Córdoba. Había periodistas cerca, y en España una cámara es mucha cámara. Los almorávides y los almohades vinieron a la Península a restablecer la seriedad que los musulmanes de Al Andalus tendían a pasar por alto. La desnudez paisajística en la que inicialmente creció el Islam se vio reemplazada en España por una dulce languidez junto a pozos y pozas de rumorosas aguas que hicieron olvidar la dureza del desierto. Y así se debilitaron los invasores, que no eran vistos con simpatía por sus hermanos norteafricanos. España imprime carácter.