La defensa de lo indefendible no parece tener límites. A José Luis Rodríguez Zapatero, alias «El Empecinado», lo defienden estos días algunos de los turiferarios que le van quedando con el argumento de que había demasiados interlocutores en ETA para comprender las verdaderas intenciones de la banda, escondidas tras los cantos de sirena que han llevado a este Presidente al abismo y al resto seguramente con él.

Lo preocupante no es que los sectarios aduladores del poder se empeñen una vez más en buscarle explicaciones al inmenso follón en que nos ha metido este irresponsable, estrambótico y desnortado jefe de Gobierno, sino que el propio Zapatero insista en el viejo vicio castellano de mantenerla y no enmendarla

ETA siempre ha sido lo que es, al igual que sus intenciones, y ha aprovechado tregua tras tregua para reanimarse. Por eso, cuando el director de la Policía dijo, pocos días antes del terrible atentado de Barajas, que el robo de las trescientas pistolas de Francia y los explosivos hallados en el zulo de Vizcaya no significaban que la banda se estuviese rearmando hubo que tomárselo a broma para no llorar. Por eso, cuando el Presidente, que decía tener la información que a otros nos faltaba para entender su actitud contemplativa y condescendiente con los terroristas, nos salía horas antes de los bombazos con aquello de que dentro de un año estaremos mejor, sólo cabía ponerse a llorar directamente. La ambigüedad de los días siguientes mantenida por Zapatero puede deberse al estado ambulante del boxeador que ha recibido un gancho y no sabe a qué esquina del cuadrilátero dirigirse. El empecinamiento posterior lo descalifica ya como depositario de los asuntos de España

ETA es y ha sido la hidra de siete cabezas y, como todas escupen veneno, la única forma de derrotarla es decapitarla de un mismo golpe, como hizo Hércules, de manera que no vuelva a reproducirse. Pero qué le vamos a contar a ZP, nuestro titán de la política, de héroes mitológicos.