Todos los conocemos, aunque sea sólo un poco de vista. Su aspecto les delata: descalzos, sucios, malolientes, ropa rota y vieja, harapientos. Nos los cruzamos en las esquinas, bajo escaleras o en las estaciones de tren y autobuses de toda América, especialmente en el barrio del sol de Haití o en la calle Duarte con París 27 de Febrero, independencia, el malecón de la capital de Santo Domingo, en Guayaquil o al sur de Quito (Ecuador) y en algunos lugares del centro de las ciudades del mundo. Los encontramos en los semáforos, en los parques, dando vueltas por las calles, rondando la ciudad, rebuscando en la basura. Casi todos con un compañero inseparable: la cola, el pegamento, todo tipo de drogas... Nuestra mirada pasa sobre ellos deprisa y les rehúye. Son delincuentes, decimos pobres chicos y chicas... pero si les observamos, notaremos además que son niños y sienten igual que todos los niños: juguetones, saltarines, traviesos, ríen y tienen hambre de afecto. Menores que la calle ha hecho crecer muy deprisa.

Pasan la mayoría del tiempo en la calle, de un lugar para otro, sus vidas son nómadas. Allí sufren la explotación y la violencia de los mayores y de sus iguales. La prostitución y la droga (en especial la cola), son algo con lo que conviven de ello. Es menor lo escrito que lo real. Las historias se cuentan por cientos. No importan sus nombres: Pablo, Juan, María, Andrea, Berto, Rosa dicen: «La gente en la calle no nos quiere... nos tiene miedo. La policía nos golpea. No, no, yo no quiero volver a mi casa... Me quedo aquí en la calle, con mis amigos. Pero sí me gustaría estudiar, aprender algo...».

¿Qué les espera en la vida a estos niños, que desde temprana edad son hijos e hijas de la más cruel situación de inmundicia?

De estos cerca de 200 millones de niños y jóvenes de todo el mundo que hacen su vida principalmente en las calles de los centros urbanos, un 45 por ciento son de Centroamérica y el Caribe. Estos niños reciben muchas denominaciones: «polillas» en Bolivia, «gamines» en Colombia, «canillitas» en Paraguay, «meninos da rua» en Brasil, «polomos» en República Dominicana, y en Haití «cangrejitos», denominaciones que no expresan más que la etiqueta que los encasilla como aptos para el desprecio y la marginación, porque «son de lo peor de nuestra sociedad.

¿De dónde nace esta problemática de los niños en circunstancias especialmente difíciles? La respuesta es una: la pobreza. La crisis económica de los países empobrecidos ha perjudicado a la frágil estructura familiar de los sectores más pobres del mundo. Podemos recordar la última carta que el Papa Juan Pablo II envío a los niños del mundo. Este refiere que «la mirada de los pequeños debería ser siempre alegre y confiada. Sin embargo, con frecuencia, está llena de tristeza y miedo. ¡Ya han visto y padecido demasiado en los pocos años de su vida! No hay un solo niño que sufre la violencia de las guerras, millones de niños sufren a causa de otras formas de violencia... La conferencia internacional para el desarrollo social ha señalado la relación entre pobreza y violencia. En realidad, la miseria está en el origen de condiciones de existencia de trabajo inhumanas. No son pocos los niños que acaban por tener como único lugar de vida la calle: fugados de casa o abandonados por sus familiares, o simplemente privados para siempre de un ambiente familiar. Viven precariamente, en estado de total abandono, considerados por muchos como desechos de los que hay que desprenderse...».