Varias circunstancias han concurrido para que considere este momento el oportuno y propicio de analizar la actual situación en Irak y los efectos que la futura conducta del presidente de EE UU va a causar no solamente en el país sino también sobre la estabilidad de tan escabroso escenario. La ejecución del sátrapa Saddam, la muerte del ex presidente Gerald Ford -último de Vietnam-, la relación que se busca con la derrota americana en Vietnam y, por fin, el impacto del último informe redactado por el general Jack Keane, ex jefe de Estado Mayor del Ejército, aludiendo a la posibilidad de una victoria en Irak que negaron todos los demás expertos consultados, incluido el señor Baker (típico mediador infructuoso) quien junto al dimitido secretario de estado para la Defensa, señor Rumsfeld, abogaron por preparar la retirada progresiva para salvar lo poco que le queda de influencia a la nación norteamericana. Todo esto ha obligado a cambiar de opinión al Pentágono, que hace escasos días seguía la misma cuerda y hoy apoya el envío de refuerzos a los allí destacados. Sólo falta que el Congreso apruebe el suplemento del presupuesto para que la nueva estrategia se ponga en marcha.

Antes de seguir quiero hacer constar que jamás comprendí el motivo de invadir Irak bajo la farsa de luchar contra el terrorismo pensando que allí se encontraba el embrión de Al Qaeda y sus secuaces. Esa acción bélica no se debió ejecutar, máxime cuando no se tenían fundamentos para ir en busca de lo que no se ha podido encontrar.

Sin embargo la situación actual, una vez consumado el hecho nada fortuito, es preocupante en cuanto se vislumbra una sangrienta guerra civil de difícil reparación. Ahora más que nunca, Norteamérica está obligada a saldar cuentas en vez de escapar de ese infierno en el que se ha convertido Bagdad y sus alrededores. Y la forma de hacerlo es apoyar al Gobierno iraquí y ayudar con todos los medios para que el país salga adelante por encima de cualquier otra prioridad. Supondrá un gran esfuerzo humano, económico y de voluntad, desafiando el riesgo que supone inmiscuirse en problemas internos que ellos mismos, los norteamericanos, han planteado.

El informe citado de los señores Keane y Kagan no ha salido a la luz todavía pero sí las líneas maestras a seguir en pro de la victoria: dar seguridad a Bagdad como primera prioridad antes de reconciliar a suníes y chiíes. La forma de enfrentarse a la inseguridad de Bagdad requiere muchos refuerzos y gastos contables. Y cuando la población iraquí se encuentre a salvo de los criminales que la masacran por el sólo hecho de colaborar con la autoridad, entonces llegará la cooperación abierta, sin clandestinidad y con el máximo empeño en lograr que el Gobierno se encuentre firme y asentado.

En cuanto a la relación que pueda tener con la guerra de Vietnam de la década de los setenta cada uno puede opinar a su gusto si es capaz de conocer los motivos, las causas y la trascendencia de haber convertido una victoria refrendada por el acuerdo de paz del 21 de enero de 1973 en una vergonzosa escapada del lugar para salvar los muebles, ya que hasta el prestigio se iba minando a pasos de gigante.

El presidente Bush no quiere que se repitan, 33 años después, los errores de entonces cuando las pretensiones eran mucho más plausibles que hoy. En Corea y Vietnam se buscó frenar las intenciones comunistas de llenar el vacío que en el sudeste asiático había dejado la derrota de Japón y el clima revolucionario que colmaba el ambiente por el afán nacionalista y la bien orquestada propaganda comunista venida de Rusia o de la más próxima China a punto de despertar.

Cuando Norteamérica se vio envuelta en la vorágine revolucionaria quiso luchar contra los guerrilleros llegados del Norte con doctrinas y medios convencionales que habían servido en Corea pero no en Vietnam. Norteamérica hizo suya una guerra que podrían haber librado de forma contundente los propios survietnamitas si se les hubieran proporcionado los medios que requiere la nueva modalidad de combate.

Los numerosos cadáveres que recibía la metrópoli, la extensa difusión en los medios de comunicación de los errores propios -como la justa condena a la actuación del capitán William Calley en Mi Lai contra 200 vietnamitas- al tiempo que se ignoraban los brutales asesinatos de decenas de miles de civiles a cargo de los norvietnamitas, etcétera, fueron aplastando la moral del pueblo norteamericano y envenenando a la opinión pública hasta llegar a 1974, cuando el Congreso cortó la ayuda a sus fuerzas armadas y sus aliados, entregando en bandeja la victoria a la guerrilla comunista.

El señor Bush no está dispuesto a renunciar a la victoria ni a que se comente aquello de que la guerra de Vietnam se perdió en Norteamérica. Si como es de esperar, a la vista de que el Pentágono respalda el afán de victoria, la situación se estabiliza, la reconstrucción se hace efectiva y extensa, las indemnizaciones se prodigan justamente y se consigue fortalecer al Gobierno iraquí entonces, y sólo entonces, se podrá llamar victoria lo que ahora denominamos tragedia irreversible.