Los manuales del éxito directivo recomiendan la denominada estructura empresarial del «trébol». Una metáfora que representa a la organización con un centro, constituido por la alta dirección, de la que brotan tres hojas: un pétalo formado por el núcleo profesional de técnicos permanentes, que se ocupan de las funciones críticas; otro pétalo integrado por el conjunto de actividades externalizadas, subcontratadas con firmas especializadas, y, por último, una hoja con la fuerza de trabajo «flexible», eufemismo donde descubrimos a nuestros hijos en contratos temporales (algunos de un día) o en teletrabajo, cuando no como simples becarios. Concluyen los gurús del management que la máxima perfección del trébol (¡de cuatro hojas!) se alcanza cuando somos los propios clientes quienes asumimos gozosos realizar el trabajo que les demandamos: es el caso de muchos trámites telemáticos, pero hay infinidad de ejemplos.

Las empresas de construcción (ya se habrán percatado) llevan décadas aplicando este modelo de negocio, sin saber que hablaban en prosa, como el burgués de Molière. Aunque tanta reducción de costes alimenta sus propios riesgos. Primero está la ausencia de compromiso, motivación y lealtad de los «precarios» integrantes de la hoja flexible, que trabajan sólo por dinero. No se sonrían ante la afirmación, porque hubo una época en que era más importante tener un proyecto de futuro profesional. Eso por no hablar de la lucha entre las generaciones que quieren entrar en la hoja permanente y quienes no quieren salir.

Atareado entre tanta flexibilidad, encontramos al trabajador autónomo «económicamente dependiente». No es una contradicción de términos sino una realidad social que merece cobertura legal. Demasiadas empresas encubren sus relaciones laborales ordinarias con esta simulación. El proyecto de ley, que debate estos días el Congreso, lo identifica por la casi exclusiva dependencia económica del cliente que los contrata (al menos, el 75 por ciento de los ingresos del trabajador). Por ello, garantiza unas condiciones mínimas del régimen de descanso y la necesidad de que la extinción de su contrato esté justificada. También se recogen los criterios que de forma reiterada han venido estableciendo nuestros jueces, asignando sus litigios a la jurisdicción laboral y no a la civil.

La hoja «externalizada» permite aumentar la especialización de los servicios contratados; a veces toda la producción. Es el fenómeno de la subcontratación. En la industria tecnológica, esta figura persigue introducir nuevos productos con mayor rapidez y centrar la atención en innovar y vender. «¡Que produzcan ellos!», diría Unamuno. De hecho, hay cada vez más compañías cuyos productos no han sido tocados físicamente por ninguno de sus empleados. Por supuesto, en ese marco, los costes se reducen al mismo ritmo que la excelencia y la salud laboral. Pero las empresas compiten, sobreviven y, además, pagan impuestos.

El 19 de abril próximo entrará en vigor la ley 32/2006, reguladora de la Subcontratación en el Sector de la Construcción. Una norma de carácter parcial y sectorial pero de gran alcance por la exigencia de inscripción en el trascendental registro de empresas acreditadas, sin la cual no se puede ejercer legalmente la subcontratación. El objetivo declarado de la ley es rebajar la siniestralidad laboral en el sector, reduciendo la cadena de subcontratistas que pueden existir: tres como norma general, aunque en determinadas condiciones pueden llegar hasta cuatro o bien ser sólo uno o dos.

Con tanto trébole, el sector de la obra pública florece y es cada día más competitivo. El Ministerio de Fomento declaraba una baja media en las licitaciones del 26% durante el año 2006. ¿Dónde está el truco? Una vez adjudicada la obra, fuerzan los «reformados», es decir, modificaciones en los contratos de obras que la legislación autoriza, con carácter excepcional y restrictivo. Se justifican por causas técnicas imprevistas, nuevas necesidades o defectos en el proyecto que, en principio, podrían acarrear responsabilidades para los funcionarios responsables de su redacción o supervisión.

Auditores e interventores saben que ésta es un área de elevado riesgo y, por lo tanto, fiscalizan con especial cuidado las obras complementarias, que añaden importantes costes o plazos y mejoran las cuentas de resultados de las constructoras. El director general de Mercado Interior de la Comisión Europea, el luxemburgués Thierry Stoll, en sus observaciones al anteproyecto de ley de Contratos de las Administraciones Públicas, critica estas modificaciones tan españolas, por no guardar coherencia con las directivas europeas. En teoría, estas actuaciones «pueden variar las condiciones esenciales de la licitación o el objeto mismo del contrato». Y las restantes empresas participantes en un concurso o subasta pueden sentirse engañadas.

Una consecuencia práctica de esta interpretación, que pone en jaque mucho dinero europeo para España, sería la imposibilidad de financiar con fondos comunitarios aquellos gastos derivados de modificaciones en contratos de obras públicas. Se convertirán así en un lujo, costeado íntegramente por la Administración contratista, que vería minorada la ayuda comunitaria. Al menos, estas modificaciones serían verdaderamente excepcionales, aunque se producirían algunas injusticias si están motivadas por circunstancias reales.

En fin, tres polémicos escenarios legislativos, como el trébol mencionado, que darán mucho que hablar durante este ejercicio económico.

Antonio Arias Rodríguez es síndico de cuentas del Principado de Asturias.