En los últimos diez años, inmobiliarias, constructores, agencias y promotoras (también políticos corruptos) se han forrado con el ladrillo, pero esos beneficios desmesurados no han servido para reforzar el sector y salvaguardarlo en tiempos de crisis, sino para todo lo contrario. Las quiebras, despidos masivos y suspensiones de pagos en los negocios del ramo se suceden a velocidad escandalosa, pero es que aquellos beneficios no se usaron para consolidar y reinvertir, sino para que los empresarios, buena parte de ellos, se los metieran en el bolsillo y, eventualmente, para ponerlos a buen recaudo en algún paraíso fiscal del extranjero. O dicho de otro modo: las ganancias del ladrillo se las han quedado los particulares, en tanto que las pérdidas, el lucro cesante más bien, han ido a parar a sus empresas. El colmo de semejante conducta antisocial es, con todo, la pretensión de esos mismos empresarios de que el Estado les socorra (¿?) con dinero público.

Cuando un bien tangible, sujeto por tanto a la lógica del mercado, a la de su relación con otros bienes, se convierte en un bien especulativo, el absurdo, la incongruencia y la opacidad se apoderan de él, pero cuando ese bien ya irreal y especular se convierte en el eje o en el motor de una economía nacional, entonces sobreviene el desastre. El desastre, claro, para la nación, que no para los tiburones del dinero que han movido los hilos de la farsa (con la complacencia, por cierto, del Estado) y que hoy, cuando el timo ya no da para más, cuentan los miles de millones ganados hasta que, aburridos ante tanto fajo, dejan de contar. Al otro lado de esos despachos, de esas mansiones, de esos yates y de esos clubes, a la intemperie, los pringados, los figurantes, esto es, los trabajadores y las personas decentes, que algunas quedan, se ven sin trabajo, sin futuro y adeudados hasta las orejas. En eso consiste, por lo demás, el capitalismo cuando no hay gendarmes (políticos virtuosos) que vigilen, siquiera, sus sobreexcesos.