No existe el equilibrio o al menos no existe entendido como meta de un proceso. A lo que iba.

En la transición y aun antes se planteó la posibilidad de equiparar las lenguas vernáculas al castellano. No había razón, se afirmaba -y se afirmaba bien- para mantenerlas marginadas cuando no oprimidas. La libertad se dice de muchas maneras, pero siempre sumando de forma que cualquier restricción merma al conjunto. Si un millón de personas deseaba sin problemas hablar catalán, como ya efectivamente lo hacían, y no sólo lo deseaba hablar -un millón o dos o tres o los que sea-, sino que también querían que fuese lengua oficial con la que dirigirse a la Administración y viceversa, la conclusión no merecía ningún tipo de dudas: el catalán, oficial.

Y así se hizo por acuerdo entre general y unánime.

Pero como se ha visto, no hay equilibrio que valga. No hay cooficialidad o al menos no la hay sin más, sin hacer algo para que sea efectiva. Y es que treinta años después, el marginado y desaparecido es el castellano. En Baleares sobremanera.

Acabamos de ver otro ejemplo de la imposibilidad del equilibrio si no se lucha por mantenerlo cada día: el Tribunal Constitucional ha sentenciado que las mujeres tienen más derechos que los hombres.

Hace medio siglo y aun menos una mujer casada no podía contratar con la Telefónica o abrir una cuenta en un banco sin permiso de su marido. Con acuerdo general ese sinsentido se desmontó y se logró el lógico equilibro de derechos y deberes. Pues bien, según el Constitucional -y antes según el Parlamento por unanimidad, que es muchísimo más grave-, un puñetazo de una mujer a un hombre conlleva una multa y un puñetazo similar de un hombre a una mujer, un año de cárcel.

No hay equilibrio, luego no hay democracia ni libertad: vuelta al Antiguo Régimen de los señoríos y los estamentos.