Un mes antes, en ocasiones, era poco espacio para juntar el suficiente y variopinto material que exigía la noche de la gran quema. Había que ir apilando desde mediados de mayo y poniéndose de acuerdo sobre dónde almacenar y sobre dónde se iba a hacer el fuego. Había que estar al tanto de los bosques que talaban, de los bardales que se podaban, de las veras que se limpiaban y de los prados recién segados. Todo era válido y bien recibido y todo suponía un botín para las pandillas de los barrios vecinos, con los que competíamos entusiasmados por comprobar quién hacía la hoguera más alta, quién llegaba más cerca del cielo.

Junio. Neblina y humedad. Calor en ciernes. Ya no ponían escuela más que por las mañanas, pero aún no podíamos bajar a bañarnos, a Llumeres, hasta que San Juan echara la bendición al agua. San Juan hacía de intermediario del Sol y de la Tierra, era el repartidor del verano y el referente de parte de las cosechas: antes de su celebración, los ajos tenían que estar arrancados (¿por qué no medraste, ajín? Porque no me plantaste por San Martín), las cerezas maduras; antes del orvallo de San Juan debía arrancarse la flor del saúco, imprescindible para los requemados con que nos curaban resfriados y bronquitis.

Las tardes de junio estaban dedicadas a la recogida de «ramascas» y tablones, cajas de fruta, cartones, neumáticos y ropa vieja, cortezas y muebles destartalados. Carretillas en mano y con la ilusión de encontrar más que nuestros contrincantes -El Tocote, El Llugar y La Quintana-, recorríamos caleyas y descampados hasta el oscurecer, orgullosos de cómo, día a día, el montón prometía una buena e insuperable mecha.

Éramos muchos. Estaban todos. Pepe, Marivi, Nieves, Consuelo, José Ángel, Belarmo, Blanca, Moisés, Olvido, los José Antonio... Todos, estaban todos. Nadie faltaba. Sólo la lluvia podía amargarnos aquella fiesta, aquella ronda corta de junio en la que el pueblo se adormecía entre fogonazos y resplandores. Desde bien temprano olía a chamusquina y en la antojana de muchas casas, al borde de la carretera o en cualquier recodo, la gente encendía un papel de periódico con unas cañas y espantaba los malos espíritus, purificaba el año venidero, imploraba meses de buen tiempo y provechosa colecta.

Todos en corro, hacia delante y atrás, cantábamos en torno a la fogata, con los rostros enardecidos por el centelleo de las llamaradas: «A la foguera de San Juan, unos vienen y otros van?». La magia inflamaba y el gran espantapájaros que inauguraba la pira se derrumbaba en seguida, tan pronto como las chispas contactaban con la hierba seca del relleno. Los mayores atizaban el candor con la pala de dientes y nos contaban chistes, leyendas mitológicas e historias de miedo, mientras los más pequeños, a «recostinas» de algún valiente, saltábamos a través del centelleo cada vez más voraz.

«A coger el trébole, el trébole, el trébole, a coger el trébole en la noche de San Juan. A coger el trébole, el trébole, el trébole, a coger el trébole los mis amores van». Bailes, algarabía, juegos y adivinanzas, en las cercanías del fuego moribundo y antes de que las agujas marcaran las doce y nos afanáramos en buscar regatos donde meter manos y pies para que nos sanaran impurezas, cicatrices y verrugas. Las doce en punto, las doce en brasas. San Juan era permisivo y jaranero. Empezaba la hora de las trastadas. La noche, de cuatro pétalos, daba de sí. Portillas que desaparecían, aperos que se descolgaban, verjas que cambiaban de sitio, tiestos que nunca más regresaban a su ventana, carros que amanecían lejos de su domicilio, perros que se soltaban. Albor y orden. Estío y calma. Humo que se pierde, humo que duele.

Junio, verano, vacaciones eternamente extendidas e imborrables, como aquella huella de ceniza -las cenizas desprenden un polvillo idéntico a la nostalgia- que permanecía en los caminos hasta los primeros chubascos de septiembre.