Como a cada cosa, le llegó la hora al bar tienda La Rambla de Torre, que deja de ser de la familia que lo abrió hace casi un siglo. Primero cerró el de enfrente, un local similar que había sido abierto por Rubén y Choni (que antes lo habían tenido en un local más antiguo) y que se llamaba oficialmente Bar Parador La Colmena. Para mí, de niño, ese nombre era sinónimo de aceite bombeado, pan, comestibles y sacos de sal para el sanmartín, además de «medias» de vino leonés (de pellejo, claro) para que los hombres acompañaran la partida. Antonín, el carretero, siempre la tomaba solo, en un rincón, cuando regresaba de la villa tras llevar a la mantequería de Pando la carga diaria de leche. También recuerdo los vasos de gaseosa normal (una peseta) o de naranja (dos) que los críos tomábamos ansiosamente los domingos, tras jugar al balón después de ver en el bar «Bonanza», el cine cómico y Herta Frankel. A mí, lo confieso, me gustaba hasta «Escala en Hifi», que venía más tarde. Y tengo vagos recuerdos también de las tardes de bolos en la bolera del bar -perdida, como todas- y de partidos de fútbol por la radio, acompañados de cerveza -Águila Negra- con gaseosa y cacahuetes Camagüey.

La Rambla, regentada por Nolu desde 1967, cuando no era más que un muchacho, era entonces la competencia del local de Rubén y Choni. Ambos pugnaban por captar no sólo a la parroquia del pueblo, que no era mucha, sino a los sedientos que circulaban por la carretera de Gijón. Choni se había especializado en atender a las amas de casa de la aldea y prestaba más atención a la parte del comestible, mientras que Nolu se había decantado ya desde el principio por el personal que trabajaba en el lavadero de Minersa, al que le vendía diariamente una buena cantidad de bocadillos contundentes (bistés, queso azul, chorizón?) y botellinas de sidra, vino y cerveza para alegrarles la tarde a los currantes, aunque más de uno, dada la tolerancia empresarial en la materia, acabara durmiendo la mona sobre unos sacos de sosa cáustica en algún discreto rincón. Si el lavadero de Torre fue (y sigue siendo) el pulmón industrial del concejo, también tiene pinta de haber sido el auténtico sostén económico de La Rambla durante años.

Recuerdo bien el día en que Juan Amandi, hacia 1963, pintó el rótulo de la fachada, subido en un precario tablón. Era la primera vez que yo veía un artista, y Amandi lo era, aunque del arte de la rotulación. Rotulaba apenas sin marcas de lápiz, con una gran seguridad, y algunos de sus letreros aún se pueden ver por la comarca. En el de Torre sólo queda de su mano la parte de arriba del rótulo, muy repintado, mientras que la de abajo es nueva. Antes ponía, creo recordar, «Paquetería-Ultramarinos», términos ya en desuso pero con entrañables resonancias coloniales y de venta al detalle. Pura nostalgia.

Allí, como apuntaba antes, descubrimos los niños aldeanos de los primeros sesenta las maravillas del mundo moderno: la televisión y la sociedad de consumo. La tele tardamos meses en verla correctamente, pues en Torre -en un «bocho», como Bilbao- siempre ha habido mala recepción de ondas. Y los bienes de consumo empezaron a llegar para los críos en forma de chupa chups, bolsas de pipas («qué rica La Pilarica, repita»), gaseosa de naranja, chocolatinas con cromos de Pinín y chicle Bazooka Joe, que si se pegaba bajo la mesa duraba hasta el domingo siguiente. Ah, y las primeras «cocacolas», todo un lujo, aunque yo prefería la «pesicola» que me daba mi tío Germán en el almacén del lavadero, que era gratis, más grande y mucho más rica, dónde vamos a parar. Suerte a los que sigan con La Rambla y que sepan que no sólo alquilan un negocio, sino la casa de la memoria colectiva de varias generaciones de vecinos.