Gijón se ha vuelto una ciudad muy «automovilera». Algunos, para ir del café Dindurra al cafetón de La Plazuela, van en coche.

Ahora se pide un «parking» bajo el cerro totémico de los gijoneses, que actualmente se llama de Santa Catalina, y donde el lunes ocurrió un trágico suceso.

Ocurre que en el lenguaje de la tribu de los playos a ese lugar siempre se denominó La Atalaya, porque desde allí se oteaba la mar y se avisaba al barrio de la arribada de las ballenas («modus vivendi») y de la presencia de piratas y filibusteros («casus belli»). Lo de ponerlo bajo la advocación de Santa Catalina habrá sido idea de los Jovellanos (familia muy pía) o de «foriatos» como la actual alcaldesa o el actual párroco de Cimadevilla.

A La Atalaya la quieren «afuracar» para guardar coches sin respetar que el cerro es un símbolo de la gijonidad. Esto de hacerlo todo subterráneo es una de las manías de nuestros gobernantes. Aquí en Madrid tenemos una gaita del mismo palo: el alcalde Gallardón.

No hace mucho, en la isla de Fuerteventura, al célebre escultor Eduardo Chillida le encargaron ahuecar la montaña Tindaya, un lugar que los guanches consideraban antaño territorio sagrado. Naturalmente, el pueblo se cargó tal proyecto.

Yo también creo que el cerro se merece, por su historia, que se respete su integridad. ¿Qué opinarían de este plan de «afuracamiento» aquellos gurús de la tribu de los playos que fueron Víctor Labrada y Arturo Arias?

Ya está bien de «automovileros» y de «afuracadores». Seamos sensatos y respetuosos. ¿Se sabe de alguien que haya querido ahuecar las colinas de Roma, de Atenas o de Jerusalén?