En un país tan rico en charlatanes como éste, hablar solo está al alcance de la inmensa mayoría de los contribuyentes, pero hacerlo con arte eso ya es harina de otro costal. Soltar de vez en cuando una exclamación en solitario, incluso alguna parrafada de desahogo, no tiene por qué ser reflejo de una patología del alma. Ya se sabe que a veces es expresión de un sentimiento de ira, o de crítica hacia uno mismo, o un modo de quitar uñas a la soledad, o, sencillamente, un canto a la vida o una declaración de guerra al mundo. Pero en algunos casos, además, hablar así puede ser síntoma de agudeza mental y de estar en buena forma.

Para Angelita, una pescadera de San Vicente de la Barquera que andaba más que Trueba -iba en tren a Unquera, y se veía su figura subiendo hasta Columbres y más allá, con el cesto de durdos todavía coleando, en viajes de ida y vuelta-, hablar sola era una forma de autoprotección. Al atardecer, cuando desandaba el camino por caleyas sin un triste punto de luz, desplegaba dotes de artista y adoptaba distintos registros de voz para improvisar un imaginativo palique coral que ahuyentara a posibles salteadores. No callaba hasta llegar a alguna zona de caserío. Cualquiera que la hubiera oído habría pensado que estaba cerca de un grupo de comadres que comentaban sus cosas: «Fulana, ¿comprasti la faja por fin?», decía Angelita con una voz grave. «¡Qué va, chacha del alma, que estoy metida en muchos gastos a cuenta de la boda del mi rapaz!», se respondía con una voz aguda. «¡Y, ahora, a ver cómo cambio yo esti bonito por un pollu!», añadía con una entonación completamente distinta, para dar vida a un tercer personaje. (Unas crías descubrieron una vez aquel tejemaneje y desde entonces procuraban ir detrás de la pescadera para disfrutar de un fascinante espectáculo de ventriloquia).

De un recurso semejante echaba mano un vecino de Pancar cuando regresaba a casa desde Llanes, después de asistir a la última sesión en el cine Benavente. El trayecto en noche cerrada y a pie le producía un pasajero canguelo (era la época de Bernabé, el Emboscáu), sobre todo cuando la película que había visto era de miedo. Al llegar al puente «Cagalín», donde lucía la última bombilla de la villa, penetraba en las tinieblas de Transilvania y prendía dos cigarrillos, uno para cada mano. Daba una calada y decía: «Arrea, mordia, que se nos hace tarde». Luego giraba el cuello y mirando para la retaguardia acercaba el otro pitillo a los labios y, con la voz camuflada, se contestaba: «Cierra el picu y deja de jeringar, que yo voy al pasu míu», y componía así un diálogo la mar de coherente hasta el palacio de los Altares, a la entrada de Pancar, donde ya había alguna bombilluca del alumbrado público.

Para el Dorilu (Javier Cano Goti, recientemente fallecido), un churrero que recitaba con contenida pasión a Espronceda, hablar solo era una necesidad vital. Por su cerebro se agitaban, de cuando en vez, energías oratorias y una irrefrenable vocación de tribuno, y despachaba sus monólogos con la sangre fría de un funámbulo. Esguilaba a la baranda del puente de Llanes, después de soplar una razonable cantidad de tintorro, y procedía a echar discursos manteniendo el equilibrio en un inquietante y calculado bamboleo, jugándose el tipo: «¡Y qué me vais a enseñar vosotros, que cantabais el "Cara al Sol" y ahora estáis a la sombra!», conminaba a interlocutores imaginarios, igual que Don Quijote ante los molinos de viento.