Había una vez un país muy, muy lejano, en el que algunos de sus habitantes sufrían una extraña y terrible dolencia que les llevaba a seguir varias veces al año un impulso irrefrenable capaz de mantenerlos en vela día y noche durante varias jornadas. Coincidiendo exacta y puntualmente con los prolegómenos de la temporada teatral.

Un mal que les movía a hacer cola durante varios días, incluidas sus noches, eso sí, turnándose e incluso pagando a alguien que permaneciese en vela por ellos y siempre bajo la atenta supervisión de un «vigilante popular» que organizaba los turnos y mantenía el orden.

Es una pena que yo no sepa escribir teatro, porque seguro que en esas largas horas de espera se producen interesantísimas escenas dramáticas, inquietantes momentos de tensión, situaciones hilarantes, personajes profundos y arquetipos universales.

Sería interesante que algún dramaturgo recogiese esta antorcha y, una vez conseguido el abono para las jornadas teatrales, los pacientes espectadores pudieran verse a sí mismos reflejados en el escenario, enriquecida su larga espera con hermosas frases literarias, con gestos ensayados, precisos, dedicados a provocar emociones. Quizás en la línea del teatro del absurdo, del realismo social o del esperpento del inolvidable Valle-Inclán, no sé, eso ya queda a gusto y conveniencia del autor.

Pasan los años, pero en este tan, tan lejano país nadie encuentra una solución a la extraña adicción al teatro de la que por suerte han podido sustraerse muchos de sus habitantes ante la amenaza de esas largas colas y esas noches en blanco. Y es que gran cantidad de sujetos ha pretendido traer fórmulas maravillosas para acabar con el problema: varitas mágicas, bolas de cristal, ampliar las sesiones, rifar las entradas, etcétera. Nada útil, sólo remedios de charlatanes y embaucadores.

Lo más hermoso de esta triste historia es que todo ese esfuerzo, las noches en blanco, el desembolso económico al que hay que añadir la cantidad correspondiente al alquiler de sustituto en la fila, no es para cobrar el premio gordo de la lotería, ni para conseguir llevarse un coche del concesionario a mitad de precio, nada material, en absoluto. Es, sencilla y llanamente, para conseguir un buena butaca en el teatro. Eso es afición.

Desconozco si ésta es una de esas pandemias que se extienden de unos países a otros, porque es sólo un relato, y como me lo han contado lo cuento yo. Advirtiendo, eso sí, de que cualquier parecido con la realidad de Avilés es pura coincidencia.