Siempre es un auténtico placer sentarse en cualquiera de las butacas del teatro Palacio Valdés, y más aún si podemos contar muchos más niños que adultos por metro cuadrado. Entonces el bullicio del teatro en los palcos, el anfiteatro y la platea es un espectáculo en sí mismo. Una breve escena llena de vida y expectativas de entretenimiento que concluirá en el momento en que apaguen las luces, en el que se haga el silencio y se abra el telón.

Tengo que confesar que disfruto con ese espectáculo. El edificio del Palacio Valdés es digno de admirar, pero su interior, en los momentos antes de las representaciones, siempre me produce una sonrisa de tranquilidad cuando pienso: menos mal que después de todo en este solar no hay viviendas. Porque quizás algunos ya no lo recuerden, pero a punto estuvo el teatro de desaparecer de nuestra villa. Y qué bien sienta cuando las cosas acaban bien.

Los que sí recuerdan aquellos momentos en los que peligraba el futuro de nuestro hermoso edificio teatral también recordarán dónde admirábamos los novísimos estrenos del momento: en la pista de la exposición de Las Meanas, en una edificación muy precaria, con bancos y sillas móviles. Allí pudimos ver a compañías como «Dagoll Dagom» o «Els Joglars» y acudir a recitales musicales. Todo ello con un interés y un entusiasmo difícil de igualar, que nos hacía luchar contra los elementos como el frío o la lluvia que, en las ocasiones en que era intensa, nos impedía escuchar al intérprete de turno al chocar con insistencia sobre el techo hecho de uralita o cualquier material por el estilo. Claro que eso lo suplíamos cantando a coro, como cuando Rosa León intentaba entonar la canción de Pablo Guerrero «Que tiene que llover» y las nubes se empeñaron en acompañarla con gran estridencia, no en vano eran protagonistas de la composición.

Puede ser que estos recuerdos de mi juventud más temprana, unidos a los espectáculos y las canciones con mensajes de futuro, a la esperanza de que el mundo podría ser mejor si nos empeñábamos, sea lo que me vuelve a la mente, sin yo pretenderlo, cuando me siento en una butaca cualquiera del Palacio Valdés y lo veo lleno de niños, expectantes e ilusionados, que seguramente intuyen, como decía la canción de Pablo Guerrero, «que es tiempo de vivir, y de soñar, y de creer».

Miro a los adultos que los acompañan y reconozco en ellos las mismas caras que se sentaban en la pista de la exposición cada vez que había un espectáculo.

Desde luego, no es mala herencia ésta del teatro.