Romper lo que sucede, ir frente a lo que es así porque, no sé por qué, tiene que ser. Es el deseo, ahora más que nunca, que me corroe y me obsta y me difiere. Cambiar las horas de hora, como quien cambia los enseres de una casa y anochecer cuando la mayoría, doblegada, corre en estampida a la rutina; amanecer cuando la oscuridad arde. Desordenar la luz y desoír las cargas y anular el tranvía que me encarrila una vez y otra allí, y otra vez allí, e invariablemente allí y jamás a otra parte porque aquí está mi sitio, involuntariamente mi lugar.

Conseguir que hoy sea miércoles y sábado mañana y pasado septiembre. Y que empiece después un domingo distinto, de marzo, y acaezcan los martes cuando mueran los jueves, en plena albor de agosto, y que lunes y miércoles ensamblen su distancia. Y brote otra semana donde hoy no sea miércoles ni tarde ni temprano ni se haga ya de noche tan pronto como ayer, tan ayer de tan pronto y apenas para nada, a pesar de la luna, redonda y encendida, y estrellas hermosísimas. De tantos astros prendidos, arriba, para tanta negrura, al fin y al cabo.

Interrumpir la sucesiva duplicación de todo lo que existe, porque, de no repetirse degeneradamente, acabaría. Detenerme con prisa. Apurarme despacio. Simplificarme aún más la simpleza de mi razón, incomparablemente absurda con la nobleza de los frutos o la benevolencia de tantos animales o la evidente perfección de innumerables especies. Desacostumbrarme, pasar por alto el hecho de antes de la culpa de antes del remordimiento de antes del siempre y eterna contrición.

Entretejer el aire que a menudo me asfixia y crear una liana, como un puente gigante, que me traslade a parajes furtivos y lagunas extrañas, donde entrar en contacto con los copudos sauces y frondosos pinares y los ámbitos solos de abandonadas posesiones. Y escalar a los nombres que me habrán olvidado y posarme en los días que desaproveché, en las circunstancias que dejé pasar y quizá me hubieran llevado a otro lado.

Sacudirme el espíritu en las altas montañas, ver cómo espolvorean las antiguas pesadumbres y echar a caminar. Libre, sin adverbios que me limiten en tiempo y espacio, sin propósitos que determinen el rumbo de mis pies, sin pautas ni mandamientos ni otras contraindicaciones. Caminar y saberme, como un árbol desnudo en medio de la tierra, arraigado tan sólo al rastreo del agua para sobrevivir.