El filósofo Gustavo Bueno escribió un libro titulado «El fundamentalismo democrático» en uno de cuyos capítulos se describe al famoso juez Garzón como un hombre que padece el «síndrome de Jesucristo» por su vocación -o delirio- irrefrenable de ejercer como un juez universal con potestad para venir al mundo a juzgar a los vivos y a los muertos. Bueno desecha que esa peculiar forma de actuar del juez pueda atribuirse solamente a su compleja personalidad y a su evidente afán de protagonismo, y prefiere buscar la causa última de su conducta en una interpretación exagerada de la doctrina metafísica de la separación de poderes, según la cual el poder judicial es absolutamente independiente del poder ejecutivo cuando en realidad depende totalmente de éste para dar fuerza de obligar a sus resoluciones. (En ese sentido, parece obvio que la mayoría de las sentencias serían papel mojado si no hubiese una autoridad con poder coactivo que las hiciera cumplir).

La tesis del filósofo tiene una buena parte de razón, pero quizás olvida en su discurso (o al menos yo no lo conozco) que el «síndrome de Jesucristo» debería incluir, en quien lo padece, no sólo la vocación de juzgar sino también, y muy especialmente, la de ser juzgado y ser ofrecido en sacrificio como reparación de los pecados ajenos. Un Jesucristo que juzga, pero al que no se le pasa por la cabeza la posibilidad de ser juzgado, no concuerda con la versión del personaje que dan los evangelistas. Tal como nos lo describen, el fundador del cristianismo era un hombre amante de las paradojas. «No juzguéis y no seréis juzgados», dijo en uno de sus sermones. Desde ese punto de vista, Jesucristo y Garzón no se parecen demasiado.

El uno viene al mundo para dar testimonio de una doctrina considerada herética por las autoridades religiosas de su época y por causa de ello es juzgado y condenado a muerte. El otro, sinceramente, no creo que haya especulado alguna vez con la posibilidad de que otros jueces lo fueran a sentar en el banquillo de los acusados por algo relacionado con su actividad.

El juicio contra Garzón, si es que llega a término, será un juicio inevitablemente político por mucho que los implicados en el procedimiento intenten reducirlo a un intercambio aséptico de tecnicismos jurídicos. Es como pretender que el famoso expediente fiscal contra Lola Flores no desbordase los límites del papeleo burocrático hasta convertirse en un espectáculo de masas, con la tonadillera en el papel de víctima desmelenada. Para bien o para mal, Garzón es un «juez estrella». Lo de menos será dilucidar si hay o no razón para juzgarlo, y lo de más discutir, con apasionamiento de grada de toros, sobre las aviesas intenciones de quienes lo juzgan. El instructor de la causa, el juez Luciano Varela, ha emergido de la sombra institucional donde permanecía confortablemente oculto y en unos días se ha convertido también en un personaje popular. Los fotógrafos le aguardan a la salida del Tribunal Supremo y su imagen aparece con profusión en los medios. En el Viejo Oeste, los pistoleros que acababan con la vida de bandidos famosos compartían fama y leyenda con aquellos a quienes ajusticiaban en singular duelo. «El hombre que mató a Liberty Valance» fue una conocida película sobre el tema. Luciano Varela, quiéralo o no, pasará a la historia como el hombre que empapeló al juez Garzón.