Tenía una ventana más. Aquella cocina tenía una ventana más que la mía. Tenía un mundo nuevo abierto a una pared que para mí eran azulejos. Un mundo conocido, pero diferente desde aquella perspectiva. Cuántos años he deseado tener aquella ventana en mi cocina. Incluso imaginaba que con el tiempo la casa era mía y yo abría esa ventana entre los azulejos y veía por encima de los tejados, y miraba durante horas los edificios y las huertas, y los árboles de aquel parque recién estrenado que antes fuera jardín de una marquesa.

Porque en la cocina de mis queridas vecinas de arriba había una ventana más que en la mía, por la que yo miraba de reojo, pero a la que nunca me podía asomar. Había una ventana de más y una bandeja con vasos de colores y una jarra para el agua. Qué hacía que esos objetos me fascinasen tanto como para recordarlos aún ahora, con una mezcla de cariño, nostalgia e impotencia por dejar escapar tantas cosas para siempre. A tantas personas.

Hoy que ellas ya no están, que no me pueden dar agua en aquellos vasos de metal de colores, no dejo de pensar en su ventana. En realidad hay muchas otras ventanas en mi recuerdo: las soleadas de las tardes sin colegio, las brillantes de las noches estrelladas, las melancólicas de los cumpleaños sin celebración, las que me dejaban ver desde la cama un trozo de cielo?

Todas ellas mías, como mías también han sido siempre las que me gusta mirar desde fuera, cuando se encienden las luces y las siluetas de sus habitantes se cruzan ante ellas, con vidas que, no sé muy bien por qué, siempre imagino felices.

¿Cómo no voy a sucumbir yo a la atracción de las ventanas si hasta el gran Alfred Hitchcock lo hizo? Son a la vez deseo y decepción, nos mantienen alertas y vivos; expectantes, infinitamente expectantes.

Escribo esto un veintiocho de marzo, sesenta y ocho años después de la muerte de Miguel Hernández, el poeta que murió, dicen, mirando a una ventana, en una celda infame, enfermo y solo. Me pregunto qué vería él tras aquellos cristales.

Y nada más que decir, sólo que unas ventanas llaman a otras y hasta hoy no me había dado cuenta de lo importantes que fueron en mi vida, de cómo espero que el paisaje querido de la niñez siga tras ellas y de que por ese motivo, precisamente por ese único motivo, no quiero volver a asomarme a ninguna de ellas, prefiero seguir soñándolas.