Uno no ha sido bendecido con el don del entusiasmo futbolero, pero los fenómenos concomitantes del «deporte rey» -anómalos a veces y sociales siempre- nos siguen fascinando. Ahí está la alegría que el Atlético de Madrid proporcionó a la nación tras alzarse con el título de la Europa League en la misma jornada negra en la que Zapatero sacó la podadera.

El Presidente amargó por la mañana, pero los colchoneros vencieron en Hamburgo al Fulham londinense, conocido como el equipo de los ricos y famosos británicos. Así pues, un equipo popular -de los «pigs» españoles- zarandeó a los pijos de la Gran Bretaña.

No hay nada como hacer patria y clase ante el televisor, aunque sólo sea durante un paréntesis entre la mañana de las malas noticias y la mañana siguiente, que en este tiempo es siempre un poco más gris que las anteriores.

En Gijón, mismamente, el Atlético no cosecha adhesiones señaladas, pero tal vez gracias a esa indiferencia -o ausencia de desprecio- y al enemigo de la Pérfida Albión hubo entusiasmo en el vecindario y en los bares. Somos una especie gregaria que antes salía a cazar mamuts y ahora a cazar al contrario futbolístico.

Otros fenómenos sociológicos de cierta entidad en torno al fútbol nos interesan por su calidad para reflejar cómo todavía somos algo salvajes. La violencia de unos zoquetes en los prolegómenos de un partido, con sus visos racistas, pseudonazis, etcétera, no son mal aviso de que con poco esfuerzo se puede volver a las cavernas.

Entre estas anomalías hubo una antes del partido del Atlético que nos resultó especialmente repulsiva. Un periodista deportivo formó un corro de hinchas ante un mendigo hamburgués e invitó a la concurrencia a darle limosna. Quería demostrar el calor humano de la hinchada atlética, que secundó la iniciativa ante la cámara, ya que la presencia de ésta todavía posee sobre los humanos efectos alucinatorios como los de la pintura rupestre de las cavernas.