José Luis González Fernández, director del «Guignol des Champs Elysées» -un teatro de marionetas fundado en París en 1818 y que sigue vivo y coleando gracias a él-, ha venido a actuar por quinta vez a Llanes, y se ha encontrado aquí con la sorpresa de un álbum de fotos que pertenece a su juventud rebelde. González, asturiano exiliado en 1960, estudiaba Historia en La Sorbona cuando se desató la revolución de mayo de 1968, y en aquel agitado mes sumó su energía a la marea que crecía en el Barrio Latino y secundó a Jean-Paul Sartre y a Daniel Cohn-Bendit en los mítines.

Cuarenta y dos años después de aquello, este hombre se ha dado de bruces en la Casa de Cultura de Llanes con la exposición del fotoperiodista Jean-Jacques Lévy, uno de cuyos apartados temáticos nos asoma a lo que pasó en París en mayo del 68. Ahí está la calle Gay Laussac, uno de los espacios escénicos de la contestación. (Tal vez una de las siluetas que aparecen en ellas frente a los efectivos policiales sea él. José Luis González echa para atrás el raído bombín, que en pocas ocasiones apea, fija su mirada en las imágenes y rebobina la memoria). La cosa empezó el 5 de mayo con manifestaciones de apoyo al pueblo vietnamita; la guerra de Vietnam había provocado una generalizada toma de conciencia antiimperialista, pero no era un asunto exclusivamente estudiantil: «La primera pancarta la llevamos a la fábrica de la Renault, el día 10, porque había un trasfondo obrero», dice; sin la ayuda de la clase obrera, los estudiantes no eran nada; en la rue Soufflot queman una bandera de Estados Unidos; «¡Oh, oh, Ho Chi Minh!», gritan en la confluencia de los bulevares de Saint Germain con Saint-Michel; el rector se reúne con los gallitos, mientras algunos periodistas se implican en el rumbo que va tomando la revolución, radiada en directo, como si fuera un partido de rugby; un republicano español se presenta en la fiesta con un gancho y arranca un adoquín -el primer adoquín de la revolución de los adoquines-; cunde el ejemplo y empieza a levantarse una barricada; «¡Bajo los adoquines, la playa!», gritan los manifestantes, coreando una metáfora de libertad y una consigna de rebelión contra el régimen burgués; se extiende el movimiento sin que nadie parezca poder controlarlo; el 13 de mayo, el sindicato CGT y el Partido Comunista, que quieren fagocitar el espíritu de la revolución, asumen un rol de apagafuegos; durante unos días, la V República sufre un vacío de poder e incluso entre los policías empieza a sentirse simpatía hacia lo que tienen que reprimir; el PCF y la CGT insisten en su mangoneo para evitar el contacto entre estudiantes y obreros; la burguesía reclama mano dura, y De Gaulle suelta una frase de esas que hacen levitar a los historiadores: «A Voltaire no se le mete en la cárcel» (en referencia a Sartre); «Durante diez días, París fue nuestro, pero no queríamos el poder; sólo cambiar el mundo...», afirma el asturiano ante las fotos de la exposición de Lévy.

González -que ha corrido lo suyo- terminaría haciéndose actor del Teatro Nacional Popular en 1969. Intentó estrenar una obra demoledora («La pasión del general Franco», de Armand Gatti), pero el Ministerio de Cultura francés lo impidió. El ministro, André Malraux, en persona, se acercó a la sede del teatro con los ojos aguados, para explicarles a él y a sus compañeros que, ante la queja del Gobierno español, y al tratarse de una compañía estatal, no tenía más remedio que prohibir la puesta en escena. José Luis se haría titiritero y seguiría siendo un guerrero indomable.