Me resisto a leer los «Fragmentos» escritos por Marilyn Monroe y publicados esta semana por Seix-Barral. O quizá sucumba a la tentación y me regocije una vez más, confirmando de una vez por todas algo que no me interesó nunca: que la rubia platino era adicta a la poesía. Los dominicales no han tardado mucho en publicar algunos extractos de sus diarios y algunos versos de escasa calidad que sólo un hombre despiadado se atrevería a juzgar. Sin embargo, nada de eso podrá alterar lo que ha significado hasta hoy, pues Marilyn ha sido la memoria periodística de un sexo, un enigma permanente sin solución posible, el encanto de un orgasmo plasmado en celuloide, antes de que una dosis excesiva de nembutal forjara definitivamente su leyenda. Y si la leyenda es más interesante que la verdad, siempre publicaremos la leyenda.

Era bonita, joven y atractiva, como cualquier chica de Hollywood, pero con una fuerza insólita para la interpretación. John Huston recordó en sus memorias el rodaje de «Vidas rebeldes» junto a Clark Gable y Montgomery Clift: «Cuando no estaba aturdida, no actuaba: quiero decir que no fingía las emociones. Era algo auténtico. Se metía hasta el fondo de sí misma, encontraba esa emoción y la hacía aflorar a la conciencia. Es posible que en eso consista toda interpretación realmente buena».

Ralph Greensom, su psiquiatra, contó que estaba tan acostumbrada a hablar de la muerte que se había convertido en el tema más interesante de su vida social. En el fondo, era una diosa tan frágil como una estatua de arcilla que se deshace entre las manos si uno siente la tentación de acariciarla. Aunque estaba forjada como un sueño erótico que escondía el eterno tesoro bajo las faldas, aspiraba a vivir sencillamente en un hogar, vestida de cualquiera. ¿Vestida de cualquiera? «Jamás he tenido un hogar. Uno auténtico, con mis propios muebles. Pero si alguna vez vuelvo a casarme y gano mucho dinero, alquilaré un par de camiones para pasar por la Tercera Avenida y comprar toda clase de cosas locas. Compraré una docena de relojes de pared, los pondré en fila en una habitación y los tendré a todos marcando la misma hora. Eso resultaría muy hogareño, ¿no crees?»

Le gustaba pensar que terminaría siendo esa clase de mujer que se acostaba con los Kennedy y que, aun así, podía ser confundida con otra rubia en alguna otra parte del país. El escritor mexicano Rafael Ramírez Heredia, completamente borracho, me confesó una noche en el viejo Savoy que sólo podía imaginarla en la cama de un motel situado en la frontera, oculta tras las gafas y tan pálida que podría pasar por una muñeca de cera. «El último hombre que se acostó con ella también era mexicano. Yo hablé con él. Aquel tipo me dijo que su bragueta se había convertido en una especie de domicilio habitual antes de que el suicidio le concediera a la rubia un código postal para toda la eternidad». De manera que la ambición terminó siendo un cadáver sin sepultura abrazada a la muerte, esa que se escribe con M de Marilyn.