Mediados los sesenta, en el coqueto y apenas estrenado Café de Alfonso, en la ovetense calle de Palacio Valdés, entró muy agitado un conocido funcionario de Información y Turismo gritando a compañeros suyos de la Delegación: «¡El que se haya llevado la clave, que se prepare, pues no está el horno para bollos!» Se trataba de la clave de descifrar consignas que mandaba el Ministerio para destacar en los medios de comunicación. Con los periódicos del día siguiente, unos amigos quisimos adivinar esas consignas, aunque quedaba la duda de si la tal clave precisamente aquella madrugada no habría confeccionado sus habituales titulares. Años después, ya en democracia, un embajador, en una capital nórdica me mostró cómo funcionaba técnicamente el servicio de cifra que, a su juicio, carecía de garantías. Me acordé de «La orquesta roja», de Gilles Perrault, apasionante narración donde fluye el descubrimiento de claves, y de otras obras históricas («Operación Cicerón») o, simplemente, fábulas policiacas, empezando por mis primeros cómics de «Jack, Bill y Sam, agentes especiales del FBI».

Los sistemas de inteligencia (¡Oh, el MI-5 de Philby, Le Carré y Greene!) se basan en la consecución de comunicaciones seguras. Siempre me pregunté si frente a la red digital los gobiernos se habrían inmunizado. Wikileaks ha puesto de manifiesto la desprotección de secretos y ha ventilado filtraciones. No debería, sin embargo, estar en cuestión la facultad de los diplomáticos de comunicar aun los chismes más groseros. Lamentable que la inseguridad del almacenaje genere la subsiguiente persecución del mensajero sin vinculación orgánica con la Administración. No es cuestionable que la prensa libre y ponderada, tal la que recibió las informaciones en bruto, pueda rumiar y hacerse eco del material. Durão Barroso, presidente de la Comisión, ha insistido ante el Parlamento «en el derecho básico a la libertad de expresión, pero también a la ciberseguridad y protección de datos».

Mientras Barroso hacía su planteamiento, bastante edulcorado, a tan candente tema, por el canal ocho del Hemiciclo, propio de la interpretación en lengua española, escuchaba «wikileando» y «wikilanos»: ambos vocablos -de nuevo, y no sé si de efímero, cuño- son muestra de la importancia otorgada por nuestra actualidad cotidiana.

No recuerdo si, en aquella lejana tarde en que descubrí la cifra, el original enojo de la Delegación Provincial correspondería, por la fecha, a Fernández Sordo, luego ministro, o a Paco Serrano Castilla; solamente sé que aquella dependencia pública bien merecería una secuencia de nuestro genio Berlanga; en cualquier caso, poco que ver con lo que le ocurre a Julian Assange, personaje que reclamaría la resurrección de un Stieg Larsson, aunque, una vez más, haya sido superado como siempre ocurre en la espiral realidad/ficción.