Aguardaba con su hija en la orilla opuesta de un paso de semáforo. Había sido alumno mío en el instituto y guardábamos una buena relación desde entonces. Ganó plaza como conductor de autobuses urbanos y se convirtió también en sindicalista guerrero. Los tres esperábamos la luz verde para cruzar, por lo cual, y una vez establecido lo que los yanquis llaman «contacto visual», nos saludamos a esa distancia de unos siete metros. Podíamos, claro, haber dado voces: «¡Eh! ¿Cómo estás? ¡Cuánto ha crecido tu niña, hay que ver!», no esperar a estar cerca, gritar a la primera ocasión. Pero recurrimos al silencio oral en favor de la comunicación gestual. Así, sin mediar palabra, sólo con manos y cara, conseguimos transmitir que todo iba bien, que, en efecto, su hija ya era una moza, que yo seguía dando clases, que él estaba ese día de descanso, que la mañana primera de primavera era espléndida. No contaminamos, pues, no metimos ruido, no alzamos la voz para imponerla a los demás compañeros de cruce, para invadir sus pensamientos, su intimidad; y, sin embargo, nuestros mensajes llegaron claros y distintos. Se abrió el semáforo y, como es un tipo sornón, no pudo evitar, al cruzarnos, dejarme una sentencia: «¿Ves? Tanto catedrático de Lengua y tanto cuento, pero ¿a que nos hemos entendido sin decir palabra? No sé para qué das clases». Tenía razón.

Creo que el ruido físico y psicológico a que nos somete el entorno está programado para que no pensemos ni un minuto, para que nunca nos encontremos con nosotros mismos, para que olvidemos nuestra dignidad, nuestro sentido del honor y del decoro, para ser así maquinitas muy usables y mejor manejables por el Poder. Información apabullante, tertulias excitadísimas, grandes hermanos, alborotados programas televisivos con guajes estúpidos, vagos y violentos, internet y sus millones de bulos, un dedo en el Twitter, otro en Facebook, el meñique en Tuenti..., ruido y ruido y más ruido, en fin. Hay que pararlo o bajarse de él, es urgente, es nuestra tarea más revolucionaria hoy: apagar tanto ruido, desenchufar la tiranía del agobio comunicativo constante y gritón. O nos escuchamos en silencio o estamos perdidos, en manos de la manipulación de quienes mandan y nos quieren sordos a la realidad real. «Tricicle» llena los teatros a tope con hora y media de carcajadas sin apenas una palabra. Su maestro, el gran mimo Marcel Marceau, pedía silencio y música (que son lo mismo): «La música se hace con el silencio y el silencio está lleno de música». El acaso mejor guitarrista vivo del mundo respondía a nuestra extrañeza de que pasase tanto rato en silencio, de la mano de su mujer: «Es que nos aburrimos muy bien juntos en silencio». La amenidad del silencio amical, que pedía Erasmo, el crear un silencio «ensordecedor», como clamaba bajito el bajito Benedetti. Noto que mi mente se refresca y alegra, se llena de muchas más ideas y proyectos durante los siete minutos del adagio del quinto concierto para piano de Beethoven (gratis en Spotify, a un precio de risa en las tiendas: no es elitismo), escuchado en relajado silencio, que en horas de parloteo o tediosas conferencias o barullo vocinglero. Apaguemos el ruido antes de que el ruido nos apague aún más a nosotros.