En el año 1984, el Congreso de los EE UU promulgó la ley National Minimum Drinking Age Act. Por medio de su promulgación se estableció que la edad mínima legal para consumir bebidas alcohólicas es de 21 años. Desde entonces se han registrado los siguientes cambios:

- Disminuyó la cantidad de adolescentes que consumen bebidas alcohólicas. Actualmente, el número de estudiantes en el cuarto año de la Escuela Secundaria (seniors) que consumen alcohol se ha reducido un 26 por ciento respecto del año 1983.

- Disminuyó el «binge drinking» entre los adolescentes. Así se conoce al consumo de cinco o más tragos de bebidas alcohólicas en el plazo de dos semanas. Actualmente, el porcentaje de estudiantes senior de la Escuela Secundaria que practica «binge drinking» ha disminuido el 16 por ciento respecto del nivel registrado en 1983.

- La cantidad de accidentes fatales de coche relacionados con el consumo de bebidas alcohólicas que involucraba a conductores adolescentes se ha reducido más de la mitad. De 22 accidentes por cada 100.000 conductores de entre 15 y 20 años de edad en 1982, a 10 accidentes por cada 100.000 conductores de la misma edad en 2003.

- El establecimiento de la edad mínima para consumir bebidas alcohólicas ha prevenido en EE UU aproximadamente 22.000 muertes relacionadas con el consumo de alcohol (casi 900 vidas por año).

El «botellón», es decir, el consumo de bebida en atracón, no es solo la reunión de bebedores (preferentemente adolescentes) en lugares públicos. Eso es sólo la parte más visible de un problema mucho más complejo. El «botellón» o «binge drinking» se define como el consumo concentrado de altas dosis de alcohol (habitualmente de alta graduación), en unas pocas horas, con largos períodos de abstinencia entre situaciones de consumo. Pauta de bebida muy alejada de los patrones tradicionales en nuestra sociedad. Con consumos regulares de bebidas de baja graduación (sidra, vino o cerveza). Por no hablar de la diferencia en las edades de ambos tipos de consumidores (el 70% de los que hacen «botellón» es menor de 25 años).

Esta manera de beber hace que el efecto del alcohol sobre el sistema nervioso central sea diferente del que se produce con una administración regular (también dañina, obviamente), produciéndose daños característicos, sobre todo a nivel de la corteza cerebral prefrontal.

Además, estos daños se producen sobre un cerebro adolescente, aún en formación. Algunas estructuras cerebrales no terminan su formación hasta los 21-25 años. En los adolescentes, el circuito límbico (emocional o instintivo) madura mucho antes que las estructuras frontales (funciones ejecutivas y cognitivas), que es, precisamente, donde el consumo en atracón produce más daños. Por otra parte, el alcohol, consumido de esta forma, provoca una auténtica «poda» de conexiones interneuronales, originando así un importante deterioro en funciones de asociación y coordinación. A ello se suman los daños clásicamente conocidos del consumo de alcohol en general. Así, tenemos unos cerebros adolescentes gravemente comprometidos para el ejercicio de sus funciones futuras.

Es fácil entender (si se quiere ver) que el problema del «botellón» es prioritariamente de salud. Es un deber sanitario impedir en todo lo posible que se produzcan trastornos de este tipo. Sobre todo, teniendo en cuenta que el «botellón» favorece también el consumo de otras drogas (principalmente cannabis y cocaína), y que el factor preventivo que todos los estudios científicos señalan como el más eficaz es retardar todo lo posible el contacto inicial con las sustancias problema.

Esta pauta de bebida, por otra parte, origina también cambios conductuales (en parte por la adicción que produce y en parte también por ese predominio emocional sobre las funciones ejecutivas, que ya de por sí en los adolescentes está descompensado). Para cambiar pautas de conducta (en este caso, este tipo de reuniones para beber), intervenciones únicas y limitadas no son efectivas.

Desde el Partido Popular hemos optado desde siempre por un abordaje del problema del consumo de sustancias (y por supuesto del «botellón») basado de la «evidencia científica», que, entre otras cosas, nos dice que debido a sus múltiples componentes, no puede ser abordado más que de modo multifactorial. No hablamos de prohibir, sino de regular, teniendo en cuenta además las características de nuestra propia idiosincrasia y cultura (una romería, no es un «botellón»). Esta regulación debe situarse en un marco normativo más amplio (plan municipal sobre drogas, del que nuestro Ayuntamiento carece), que contemple también y de modo sinérgico, actuaciones sanitarias, educativas, sociales? única manera de conseguir modificar conductas a largo plazo y de manera estable. Y, por supuesto, no habilitando «botellódromos», que son antipreventivos (fomentan el consumo en vez de disuadirlo), ocasionan más aglomeraciones, aumentan los problemas de seguridad ciudadana e incrementan también los problemas de seguridad vial, al aumentar los desplazamientos de riesgo.

A ver si conseguimos comprender que el problema del «botellón» no es dónde beben, sino cómo beben.