Cuando los apaños urdidos antes de las vacaciones agosteñas por los ciegos aurigas de la Eurozona (nombre orwelliano donde los haya) parecían suficientes para contener la voracidad de los mercados de deuda soberana (aquí lo problemático es el adjetivo), resulta que ni el presidente del Gobierno ni la ciudadanía que viene padeciendo su irremediable ineptitud han podido relajarse lo más mínimo. Hasta la compra de bonos españoles e italianos por el Banco Central Europeo (BCE) no hubo modo de hacer descender la prima de riesgo de nuestra deuda a niveles tolerables, preguntándonos cada mañana si ése sería el día de la intervención de la economía nacional por la Unión Europea (UE) o, deviniendo ello inviable, el del propio fin del sistema de moneda única. Tal parecía que hubiésemos vuelto a la época de la Santa Alianza y la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis.

Durante tan azarosas jornadas leí la excelente edición de «El príncipe» de Nicolás Maquiavelo que acaba de publicar Tecnos en su prestigiosa colección de clásicos del pensamiento. Vi entonces a un Rodríguez Zapatero que, desnudo ante el mundo hobbesiano de los mercados y de las agencias de calificación, era incapaz de ejercer la política como arte de afrontar la contingencia; en suma, vi a un gobernante negado para orientar a la «fortuna» por carencia de «virtud», esto es, de las cualidades excepcionales que, en tanto que innovador, el príncipe maquiavélico debe poseer. Contrariamente a la actitud de reluctancia del presidente Zapatero a aceptar y encarar a tiempo la gravísima crisis económica, los romanos, escribe Maquiavelo, sabedores de la inevitabilidad de la guerra, elegían siempre combatir a sus enemigos antes de que se hiciera tarde. En definitiva, Zapatero ha ignorado que es función de la virtud del príncipe imponer una forma a la fortuna. Ahora lo intenta a través del órdago de la modificación constitucional.

Pero, además, en esta bella edición de «El príncipe» me encontré con dos lúcidas preguntas, contenidas en el admirable estudio de contextualización de John G. Pocock, y que vienen muy bien para ilustrar los conflictos del presente. En sus «Historias florentinas» Maquiavelo se preguntó qué sucedería si la República de Génova hubiera sido fundada íntegramente sobre el Banco di San Giorgio; y David Hume, en «On public credit» (1754), se interrogó acerca de lo que sucedería en caso de que la autoridad política de un Estado estuviera completamente hipotecada a un mecanismo internacional de crédito. ¡Caramba con los clásicos: qué actuales son! Refiriéndose al mundo contemporáneo, alude Pocock a «un estado de cosas en el que el mercado y los medios de comunicación constituyen una tupida red que escapa por completo al control de la comunidad política, y ellos mismos se ofrecen como alternativa para sustituir a esa comunidad como marco en que la vida humana adquiere significado». Precisamente el problema de la humanidad en el siglo XXI será, a juicio de este ilustre historiador, el de la supervivencia de la capacidad política (de los poderes públicos, se entiende) en tales condiciones.

Pues bien: el Gobierno y el PSOE se esfuerzan por convencernos de que la reforma de la Constitución que los dos grandes partidos nacionales han pactado es el fruto de una situación de máximo peligro que así se pretende conjurar. Se trataría, por tanto, de la única manera de hacer frente al acoso incesante de unos mercados financieros cuya soberanía no se discute, sino que simplemente se teme y se acata. Sin embargo, niego la mayor: aun con reforma constitucional, si el BCE deja de adquirir deuda española volverá a crecer exponencialmente la prima de riesgo en relación con el bono alemán. Y lo mismo si Grecia, o Irlanda, o Portugal? o Italia incurren en suspensión de pagos («default»), si empeora la situación económica norteamericana o si continúa incrementándose nuestra alarmante tasa de paro, entre otras eventualidades. Luego el problema no está donde, siguiendo acríticamente la doctrina Merkel-Sarkozy, se dice que está. No necesitamos, por consiguiente, una reforma constitucional que encorsete rígidamente nuestra capacidad de desarrollar políticas económicas anticíclicas. Además, si quisiéramos hacer eso nos bastaría con la modificación de la ley general de Estabilidad Presupuestaria y otras disposiciones infraconstitucionales (véase al respecto la STC 134/2011, de 20 de julio, que reconoce las sobradas competencias estatales para disciplinar el déficit autonómico y local). En cambio, lo que sí precisamos cada vez más es un Gobierno económico europeo que unifique las políticas presupuestaria, fiscal y monetaria, incluida la relativa a la emisión de una deuda pública común a toda la UE. Para ello se requiere una reforma de los tratados, y puede que, antes de dar nuestro consentimiento a ella, una modificación de la Constitución que regule detalladamente este y otros aspectos de la participación española en el proceso de integración europea.

Aparte de lo anterior, el texto del nuevo artículo 135 de la Constitución merece reproches de orden político, técnico e institucional. Entre los primeros se hallaría la crítica de la previsión, verdaderamente tremenda, de que el pago de los intereses y el capital de la deuda pública «gozará de prioridad absoluta», es decir, aunque no haya recursos para nada más. ¡Eso equivale a realizarse una ablación genital para preservar la castidad!

Entre los segundos estarían los que cabe dirigir a las referencias, ciertamente torpes e innecesarias, al establecimiento por la UE de los márgenes de déficit estructural y a la fijación en su Tratado de Funcionamiento (TFUE) del tope de deuda pública de los estados miembros. No es únicamente que en el resto de los preceptos de la Constitución no se contenga ninguna otra mención del proyecto europeo, lo que a estas alturas resulta chocante, ni que la referencia al TFUE quedará obsoleta cuando esta norma cambie como consecuencia de la dinámica de modificación del derecho europeo originario, sino que tales referencias parecen dar la impresión de que renunciamos a nuestra facultad de retirarnos de la Unión si así nos conviniese. ¿Ya no somos un Estado soberano?

Finalmente, entre los reproches de carácter institucional debe figurar el relativo a la previsión, tomada de la Ley Fundamental alemana, de que la superación de los límites de déficit estructural y de volumen de deuda pública sólo podrá tener lugar «en caso de catástrofes naturales, recesión económica o -nótese bien- situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados». Ello supone, inevitablemente, el enjuiciamiento por el Tribunal Constitucional de la concurrencia o no de dichas situaciones, con las presiones de altísimo voltaje que entonces es fácil imaginar sobre el supremo intérprete de la Constitución, llamado a intervenir en coyunturas traumáticas acerca de delicados asuntos de política económica. Créanme, no todo lo alemán es bueno.