El nacionalismo catalán es, a pesar de su amañada mitología, un fenómeno relativamente reciente; en todo caso, más reciente que la tradición de las fiestas taurinas en la propia Cataluña. Con la prohibición de los toros, los nacionalistas, que se caracterizan por su escasa sofisticación, empiezan a cavar su tumba. Deberían saber, por propia experiencia, que todo lo prohibido se agiganta.

Tan enfrascados en inventarse una historia milenaria no han tenido tiempo para echarle un vistazo a la historia generalmente convalidada. Así sabrían que el comunismo duró menos de un siglo porque prohibió la religión, que ya llevaba veinte centenarios a sus espaldas, y fue precisamente la religión la que acabó dando la puntilla -con perdón por la expresión- a la teoría financiada por Engels. El catolicismo es inofensivo si no se le hace caso; si se le ataca, se revuelve con una fortaleza letal. El contrapunto de este caso, igualmente ejemplar a los efectos, es el nacionalcatolicismo franquista: Franco prohibió todo lo que sugiriera sexo por meapilismo vaticanista, pero cuando ya estaba gagá sus funcionarios no supieron impedir que los españoles vieran en una película la tetas de la Cantudo, y ahí fue cuando la democracia se hizo irreversible. El comunismo sucumbió por Juan Pablo II, y el franquismo por María José Cantudo. Es decir, por lo prohibido.

No pasará mucho tiempo hasta que salga algún director de cine, catalán, por supuesto, que ruede «Lo taurino empieza en los Pirineos», recordando a sus paisanos que la libertad se sigue disfrutando donde siempre, en Nimes, Montpellier o Perpignan, con José Tomás y otros sustituyendo a Marlon Brando y Maria Schneider. Los regímenes autoritarios o con voluntad de serlo, por lo que ya sabemos, acaban siendo vulnerables cuando incurren en el ridículo. Prohibir los toros es ridículo, pues la fiesta taurina supera la coyuntura política. El franquismo prohibió los carnavales, y ya se ve el resultado.

Sólo existe un antitaurino provisionalmente coherente: el ciudadano vegetariano. El que come pollo o carne de ternera o gambas o caracoles no puede ser antitaurino, pues tendría que interrogarse acerca de los procesos de captura, cría, engorde y matarile de estos otros animales. El único debate aceptable sobre la continuidad de la lidia es el que se produce entre taurinos y vegetarianos. Pero Joan Tardá no tiene pinta de vegetariano; por el contrario, su aspecto indica que es un gran comedor de rabos de toro. En el fondo, ni siquiera cabe la audiencia a los vegetarianos, pues sabemos que las alcachofas muestran sensibilidad a la música clásica. Y no digamos las plantas de maría. ¿Es que la marihuana no sufre al ser arrancada para satisfacer el nirvana de cualquier capullo, sea o no detractor de la fiesta taurina?

Todo lo prohibido regresa como liberador. Los toros serán, más tarde o más temprano, el símbolo de la libertad en Cataluña, pues su tradición verdadera se impone al producto de laboratorio del nacionalismo, expuesto al viento de cada convocatoria electoral. Si yo fuera nacionalista catalán en vez de prohibir los toros los subvencionaría. Es la única manera de cargárselos.