«Es dolorosa, pero no había otra opción». Mariano Rajoy justificó el martes las medidas adoptadas por su Gobierno, incluida la subida de impuestos, con un titular y un relato, como se dice ahora. El titular encabeza estas líneas y el relato es simple: el Presidente se asomó tarde a una realidad pavorosa (según su confesión, descubrió la desviación del déficit el 27 de diciembre, víspera de los Inocentes) y se vio obligado a recurrir a medidas que, de otro modo, jamás hubiera aplicado. Pero, firme el ademán, no le tembló la mano. Ahí es nada Rajoy.

La cortesía y la prudencia otorgan cien días de plazo para enjuiciar la labor de un Gobierno. Realmente, es poco tiempo para hacer un balance sosegado. Ahora bien, no se trata aquí de evaluar el acierto o el desatino del nuevo Ejecutivo, sino de algo más evidente: el recurso a la mentira como práctica política. Detesto los juicios sumarísimos y las opiniones avinagradas, pero no puedo utilizar otro sustantivo más suave sin traicionarme. Escribo embuste porque el Ejecutivo de Rajoy se deshizo en elogios al traspaso de poderes, con sus añadidos obligados de información y transparencia, por lo cual es difícil imaginar al Presidente horrorizado a finales de diciembre con semejante hurto de datos. Insisto en el engaño porque el competente equipo económico que eligió el Presidente -y lo digo sin ironía: ¿o no fueron la preparación y la competencia las virtudes ensalzadas por el propio Rajoy, enaltecidas hasta el sonrojo por sus aduladores?- tenía que conocer los estudios que ya situaban el déficit cerca del ocho por ciento (en la revista de economía editada por Funcas, se habla del 7,9). Y, porque dado que buena parte de ese déficit corresponde a las administraciones autonómicas, gobernadas en su mayoría por el PP, es intragable que el líder de ese partido desconociese la situación.

La disculpa del presidente es falsa. Rajoy construye un relato muy socorrido (la imprevista herencia recibida) para justificar lo que ocultó a sabiendas durante la campaña.

Pero incluso se puede asumir voluntariamente, en un derroche de ingenuidad, que, efectivamente, el presidente se dé de bruces contra una situación desconocida que le obligó a desdecirse de su promesa de no elevar los impuestos. Acéptese, y el resultado seguirá siendo sorprendente, porque entonces topamos con que el presidente del Gobierno defiende el carácter «justo y equitativo» de subir el IRPF. ¿Cuántas veces y con qué dureza cargó el PP, con toda su palabrería de cháchara tertuliana, contra los incrementos fiscales? ¿No era ésa la salida de los gobiernos manirrotos, despilfarradores, incompatibles con la austeridad? En fin, para muestra de mayor coherencia, Rajoy ha incorporado a este Gobierno de capitanes de la austeridad al ex alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, reconocido plusmarquista del endeudamiento municipal. Por poner un ejemplo autóctono, Gabino de Lorenzo se estrenó en la Delegación del Gobierno con una apelación al trío sacrificial de sangre, sudor y lágrimas que proclamó Winston Churchill. Sangre, sudor y lágrimas costará evitar la ruina financiera de la capital de Asturias.

Todas estas conductas tienen una definición común: fraude democrático. La maestría con la que Rajoy sobrevive en el cinismo es digna de elogio. El presidente del Gobierno nunca fue el supuesto «maricomplejines» que criticaba la derecha más trabucaire; siempre ha actuado de una manera taimada, esquinada, incapaz de mirar a los ojos y decir las verdades a la cara, incluso en los asuntos internos de su partido. Por ello no admite preguntas, rehúye las ruedas de prensa y consiente biografías autorizadas. A lo largo de la campaña de las generales, Rajoy fue interrogado una y otra vez para que explicitase su programa oculto. Alfredo Pérez Rubalcaba se lo reclamó en el único debate que mantuvieron. ¿Qué concreciones se obtuvieron? Humo y simplezas.

No niego que Rajoy aparente una derecha más educada, respetuosa y sosegada que la encarnada por Aznar. Pero, ahora que tanto se habla de la desafección a la política, habrá que ver cuánto contribuye la actitud del presidente del Gobierno a esa huida ciudadana de lo público. Porque la calidad democrática es incompatible con el embuste y el cinismo permanentes, con la opacidad decidida y la ausencia de explicaciones. Ésos son, al contrario, los mejores atajos para estimular la indiferencia, cuando no el hartazgo y la indignación. Porque yo, al menos, estoy entre los indignados con las mentiras evidentes de un presidente recién estrenado.

Todo esto ocurre cuando mi partido, el PSOE, está inmerso en el proceso que concluirá con la elección de un nuevo secretario general. Los dos candidatos conocidos hasta ahora promueven una renovación del partido, de su estructura orgánica y de su relación con la sociedad. El PP ha llegado al Gobierno con una estructura presidencialista, a años luz de nuestra capacidad de debate y deliberación interna. Avancemos decididamente en esas reformas, pero no nos engañemos. No tenemos déficit democrático del que avergonzarnos. Son otros los que eligen candidatos en las sobremesas; son otros los que esperan que el índice del líder distinga al elegido; son otros, en fin, con sus mentiras y su desprecio a la ciudadanía, quienes deberían sonrojarse.