Lo más inteligente, y lo más honesto de paso, es guardar bajo llave las promesas que no se pueden cumplir, o sobre las que tenemos serias dudas de que puedan llegar a hacerse realidad. Cuántos chascos dejaríamos de pisar, cuántas decepciones se quedarían en el felpudo si sólo se prometiera aquello que cuenta con muchas posibilidades de salir adelante porque pondremos todo el empeño en que sea así.

Y eso iría ligado a otra muestra de sentido común, que casi siempre va unido a la prudencia, que no a la cobardía: no conviene comprometerse a hacer algo en plazos poco meditados de tiempo. Ni siquiera con uno mismo. Muchas intenciones de cambio o desarrollo se vienen abajo porque se calcularon mal las etapas para llevarlas a cabo, y cuando llegan las prisas se va la lucidez, y cuando viene la presión se escapa la razón. Quizá la culpa de las precipitaciones proceda de las obligaciones que nos imponen desde que nacemos para hacer las cosas mirando por el rabillo del ojo a los demás, por si son mejores o más rápidos. Crear, aprender y crecer es importante, y más importante aún es compartirlo. Competir es irrelevante, compararse es ridículo, adelantar por el placer de dejar a otros detrás es un ejercicio de banalidad tan estéril como seboso.

Hay quien confunde tener éxito con triunfar sobre los demás y, si tiene la decencia de mirarse desde la distancia para entenderse, se dará cuenta más pronto que tarde que ninguna conquista, por vistosa que sea y por muchas envidias que despierte, no compensa de la ruina emocional que se produce al quedarse encadenado a la necesidad vital de sumas más victorias, más y más metas que cruzar en primer lugar, más y más desafíos de los que salir airoso simplemente para sacar brillo a las apariencias y colocarse en un escaparate, rodeado de maniquíes de sonrisa congelada que viven en un mundo falso sin saber que los miran por lo que parecen, no por lo que son.