En lo que le conocí, Iglesias era hombre de un solo credo: el de los trabajadores. Y últimamente, el de los desempleados. En un momento crítico como el actual, en que llevar la chapa de sindicalista prendida al pecho es cuestión harto tóxica, el sempiterno dirigente de USO no dejó de reclamar, desde cualquier tribuna, que más que por los que trabajan los sindicatos debían poner todo su empeño en los que no encuentran empleo. Que las siglas sindicales no son letras vacías de contenido, por mucho que unos cuantos las hayan vaciado para llenar el bolsillo propio. No hubo además asunto de relevancia social en Gijón en el que Iglesias no se involucrara, con mayor o menor acierto. Con él se va a la tumba el sindicato clásico. O el clásico sindicalista.