En 1925, Stefan Zweig escribió un ensayo que tituló «Die Monotonisierung der Welt», que podría traducirse, a falta del sustantivo castellano correspondiente, como «El mundo se vuelve monótono». Con esa capacidad de sismógrafo de los cambios sociales que tienen algunos escritores, Zweig advertía ya en aquel período de entreguerras de un fenómeno incipiente, pero que no ha hecho más que acentuarse desde entonces.

Se refería el autor de ese maravilloso libro que es «El mundo de ayer» a la impresión que le habían producido los viajes que había emprendido en los últimos años: «todo se uniformiza, todo se nivela (...) y se disipa el fino aroma de lo especial en las (distintas) culturas», escribía Zweig.

Se lamentaba el escritor austriaco de la uniformización de todas las manifestaciones culturales en nuestro mundo, desde la música de las salas de baile hasta el cine, la radio, la arquitectura o la moda. Y se quejaba de la desaparición de lo individual y su sustitución por lo típico. Como muchos intelectuales de entreguerras, atribuía ese fenómeno a la «(norte)americanización» de la cultura occidental. Y advertía contra un tipo de «aburrimiento» que venía de los Estados Unidos, un aburrimiento, decía, que no tenía que ver con la tranquilidad de quien fuma una pipa o juega una partida de dominó, sino que era «nervioso y agresivo» y buscaba narcotizarse a base de «deporte y sensaciones».

¿No estaba vislumbrando ya Zweig lo que es hoy más que evidente y ya no sólo en Occidente, sino, producto de una globalización cada vez más agresiva, en todo el mundo? ¿No se parecen cada vez más los barrios modernos de las ciudades, construidos por los mismos arquitectos del «star system»? ¿No se expone a los mismos artistas, al cuidado de los mismos «curators», en todas partes? ¿No se venden los mismos libros de arte en los centros comerciales de cualquier ciudad del mundo? ¿No se encuentran los mismos best sellers, inmediatamente traducidos a todas las lenguas importantes, en cualquier aeropuerto? ¿No se escucha también la misma música? ¿No suenan igual de insípidas todas las canciones que compiten en concursos tan absurdos como el de Eurovisión? ¿No hay que soportar los mismos efectos especiales en las películas que se exhiben en cualquier sala? ¿No se sigue con igual atención en España que en Japón o en Argentina la crisis sobre la que han puesto momentáneamente los focos los medios de comunicación occidentales -y en especial los anglosajones- mientras otras situaciones acaso aún más angustiosas continúan en la más completa oscuridad?

Stefan Zweig, eterno pesimista, sólo veía una vía: la «huida hacia uno mismo». Lo mayor conquista del individuo, escribe en el citado ensayo, es «la libertad interior (...), libertad frente a las opiniones, libertad frente a las cosas, libertad para uno mismo. Ésa es nuestra tarea, ser cada vez más libres mientras los otros se ponen más ataduras voluntarias». Pero, añadía, hacerlo «sin ostentación», sin querer destacar ni llamar la atención ni manifestar desprecio por todas esas cosas «que quizá tengan un sentido que nosotros no comprendemos».

En 1925, Stefan Zweig escribió un ensayo que tituló «Die Monotonisierung der Welt», que podría traducirse, a falta del sustantivo castellano correspondiente, como «El mundo se vuelve monótono». Con esa capacidad de sismógrafo de los cambios sociales que tienen algunos escritores, Zweig advertía ya en aquel período de entreguerras de un fenómeno incipiente, pero que no ha hecho más que acentuarse desde entonces.

Se refería el autor de ese maravilloso libro que es «El mundo de ayer» a la impresión que le habían producido los viajes que había emprendido en los últimos años: «todo se uniformiza, todo se nivela (...) y se disipa el fino aroma de lo especial en las (distintas) culturas», escribía Zweig.

Se lamentaba el escritor austriaco de la uniformización de todas las manifestaciones culturales en nuestro mundo, desde la música de las salas de baile hasta el cine, la radio, la arquitectura o la moda. Y se quejaba de la desaparición de lo individual y su sustitución por lo típico. Como muchos intelectuales de entreguerras, atribuía ese fenómeno a la «(norte)americanización» de la cultura occidental. Y advertía contra un tipo de «aburrimiento» que venía de los Estados Unidos, un aburrimiento, decía, que no tenía que ver con la tranquilidad de quien fuma una pipa o juega una partida de dominó, sino que era «nervioso y agresivo» y buscaba narcotizarse a base de «deporte y sensaciones».

¿No estaba vislumbrando ya Zweig lo que es hoy más que evidente y ya no sólo en Occidente, sino, producto de una globalización cada vez más agresiva, en todo el mundo? ¿No se parecen cada vez más los barrios modernos de las ciudades, construidos por los mismos arquitectos del «star system»? ¿No se expone a los mismos artistas, al cuidado de los mismos «curators», en todas partes? ¿No se venden los mismos libros de arte en los centros comerciales de cualquier ciudad del mundo? ¿No se encuentran los mismos best sellers, inmediatamente traducidos a todas las lenguas importantes, en cualquier aeropuerto? ¿No se escucha también la misma música? ¿No suenan igual de insípidas todas las canciones que compiten en concursos tan absurdos como el de Eurovisión? ¿No hay que soportar los mismos efectos especiales en las películas que se exhiben en cualquier sala? ¿No se sigue con igual atención en España que en Japón o en Argentina la crisis sobre la que han puesto momentáneamente los focos los medios de comunicación occidentales -y en especial los anglosajones- mientras otras situaciones acaso aún más angustiosas continúan en la más completa oscuridad?

Stefan Zweig, eterno pesimista, sólo veía una vía: la «huida hacia uno mismo». Lo mayor conquista del individuo, escribe en el citado ensayo, es «la libertad interior (...), libertad frente a las opiniones, libertad frente a las cosas, libertad para uno mismo. Ésa es nuestra tarea, ser cada vez más libres mientras los otros se ponen más ataduras voluntarias». Pero, añadía, hacerlo «sin ostentación», sin querer destacar ni llamar la atención ni manifestar desprecio por todas esas cosas «que quizá tengan un sentido que nosotros no comprendemos».