Llega un momento en que caes en la cuenta inexorable de la fugacidad de las horas y notas que los días se te acortan y las noches se estrechan; que las semanas sólo duran días y que puede que del árbol de tu calendario hayan caído, otoñales, ya la mitad de las hojas. Entonces regresa a la memoria el verso latino: «Coge, niña, las rosas mientras existe la flor fresca y la nueva juventud, y recuerda que así corre tu tiempo». El tiempo, de rostro irreconocible, huye imparable. El tiempo, que ni vuelve ni tropieza, que es puente y también abismo, que todo lo da y todo lo quita, supone una riqueza de avaricia. Sólo la eternidad cura del paso del tiempo, la duración interminable, de ahí la necesidad de trascender y el afán ilusorio de posteridad.