En Estados Unidos se ha desatado una controversia con la última portada de la revista «Time», donde una guapa modelo da el pecho a su hijo de tres o cuatro años. Como titular, una pregunta dirigida a los padres y al conjunto de teorías pedagógicas del momento: «Are you mom enough?» («¿Eres lo suficientemente madre?»). La cuestión parece absurda, pero no es ingenua y sospecho que la mayoría de padres nos la hemos planteado en alguna ocasión: ¿desempeñamos algún papel en la educación de nuestros hijos? ¿Podemos culparnos de los errores que comenten? ¿Prima, en definitiva, la genética, o el entorno socioeconómico? Hay también otro tipo de cuestiones -algunas, quizás, disparatadas- que derivan de un enfrentamiento ideológico: ¿hasta cuándo amamantar? ¿Conviene aplicar el método Estivill o practicar el «colecho»? ¿El gateo es un factor clave en el desarrollo cognitivo del bebé o un ejemplo más de los supuestos paracientíficos que parchean las teorías pedagógicas? Piaget describió al niño como un misterio que acontece ante nuestra mirada, aunque uno piensa en otro misterio también arraigado en nosotros: la paternidad. En alguna ocasión he escrito que la gran paradoja de ser padre es que ayuda a profundizar en la condición filial, nos hace -por así decirlo- más conscientes de la dependencia mutua y permite dejar atrás el eterno soliloquio de la juventud con su egoísmo inane.

De todos modos, la pregunta de la revista «Time» continúa abierta: ¿somos lo suficientemente buenos? ¿Hay que hacer caso de los maestros que culpan a los padres del fracaso educativo? ¿No se ha cedido a una excesiva infantilización de la sociedad? Sí y no, supongo. «The Anthropology of Childhood», de David F. Lancy, es el mejor libro que he leído para comprobar la enorme variedad de prácticas educativas que se dan a lo largo del mundo sin que se pueda asegurar que una sea preferible a otra. Por otro lado, los estudios psicológicos han constatado que los padres moldean a sus hijos menos de lo que creen y, en todo caso, lo crucial es que ofrezcan un marco de estabilidad emocional suficiente, en el que se conjugue la calidez del afecto con la imposición de ciertos límites. La humanidad no es sino un conjunto de diálogos que aspira a ser coherente en cada uno de nosotros. Quiero decir que los niños, los padres, las familias -las personas, en definitiva-, descubren quiénes son en ese proceso de intercambio con la realidad que los circunda. Es algo inherente a la propia debilidad del hombre, que necesita a los demás -ya desde que nace- para sobrevivir y crecer. Un bebé llora reclamando la atención de sus padres. Quizás tenga hambre, quizás sea sueño, tal vez miedo. Poco a poco, ese niño descubre cuáles son los códigos que rigen el mundo y el frágil equilibrio de su alternancia. Y así, hasta la vejez.

A menudo pienso que caemos en el error de concederle demasiada importancia a la estadística. Queremos que nuestros hijos sean los mejores de la clase. Queremos darles todo tipo de ventajas competitivas de cara a su futuro: clases particulares de inglés y de chino, un curso de ábaco para desarrollar el cálculo desde los cuatro o cinco años, qué sé yo, sesiones de Tomatis o suplementos de Omega 3. Lo entiendo perfectamente, pero sospecho que ninguna de estas cosas tiene importancia. De mi infancia, recuerdo las horas que pasó mi madre contándome cuentos, como un acto de amor incansable. Recuerdo pescar junto a mi padre en su barca. Recuerdo jugar con mi hermano en la playa y comer un bocadillo de tortilla con mi abuelo, agazapado en una pequeña cueva, como nuestro escondite particular. Recuerdo a una monjita, sor María Bessona, que me enseñó a leer con una paciencia infinita. Eso es lo que recuerdo y es hermoso. Creo que en la vida es importante que aprendamos a amar lo hermoso.