Gracias, entre otras cosas, a la rapidez de las comunicaciones y a los efectos de la globalización, viajar entre países o incluso entre continentes ha dejado de ser una aventura. Pero hubo otro tiempo y un tipo de viajero que nada tiene que ver con el turista de hoy. Por ejemplo, el suizo Nicolas Bouvier (1929-1998), que emprendió entre junio de 1953 y diciembre de 1954 un largo viaje en un pequeño automóvil que le llevaría desde Ginebra hasta la India y Ceilán, pasando por Yugoslavia, Macedonia, Turquía, Irán y Afganistán. Lo hizo en compañía de un amigo, el pintor Thierry Vernet, y años más tarde escribiría un hermoso libro titulado en francés «L'usage du monde» («Los caminos del mundo», Ed. Península).

En él transcribe, no sin ciertas dosis de humor y sobre todo con gran sensibilidad, la fascinación que le producen las cosas y las personas que encuentra, el descubrimiento de paisajes y culturas diferentes vivido como un gradual desprendimiento intelectual y físico de todo lo aprendido hasta ese momento, de los viejos hábitos, para abrirse a todo lo nuevo.

Bouvier hizo también una serie de fotos en blanco y negro que se encontraron en su estudio después de su muerte y que tienen, junto a su valor antropológico, el valor añadido de su absoluta sinceridad.

Pero si hoy que querido referirme a ese «viajero escritor», que no «escritor viajero», distinción que él mismo estableció, es para recordar unas sabias palabras que escribió a su regreso de la India y que me parecen en nuestros tiempos de crisis tremendamente oportunas. Bouvier decía sentir un enorme desasosiego en todas partes. «El dinero lo invadía todo. Y por culpa de este dinero, no existía ya una multitud, sino que ésta estaba rota, dividida como una gran extensión de arena por las mallas de una red». No había, añade, «más que pequeñas fortunas, pequeñas conchas, pequeñas soledades amuebladas, acolchadas, equipadas, pero a fin de cuentas soledades. En los salones de billar, en los autobuses, oía con frecuencia una frase que me dejaba estupefacto: "Yo no necesito a nadie". La comunidad no existía. Comunidad: el sentimiento profundo de que cualquiera de sus semejantes le concierne a uno y de alguna manera le afecta, la conciencia de una interdependencia».

«El hindú o el chino, permanentemente expuestos a la escasez de arroz o de tortas, tienen permanentemente necesidad del vecino, y el vecino, a su vez, los necesita a ellos». En Occidente en cambio, para que se produjese ese sentido de comunidad hacía falta «un accidente mortal en la carretera, una revolución como la húngara» (ocurrida en 1956), agrega Bouvier, «de otro modo, en tiempo normal, uno no necesitaba a nadie (?) La miseria se comparte, y gracias a eso viven aún los miserables. No puede permitirse el egoísmo, es demasiado caro. La prosperidad no se comparte».

Yo he querido a mi vez compartir con el lector al menos esas reflexiones.