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Catedrático de Derecho Administrativo

Cataluña, año X

El fraude jurídico al que llevan la deslealtad institucional y la material

Desde mi punto de vista, hay pocos temas más aburridos que la interminable discusión sobre Cataluña. Hace ahora diez años pasé unas semanas -muy agradables- en Barcelona por razones profesionales y ya estaba muy presente en la prensa la discusión del Estatut. Desde entonces el tema no ha perdido actualidad, aunque -al igual que el de la crisis- ha ido mutando: del Estatut se pasó a la sentencia del TC, de ésta al "derecho a decidir" y ahora a la "independencia". Los miles de pronunciamientos al respecto pueden colocarse, a las pocas líneas de comenzar su lectura, en la estantería "soberanista", en la "españolista" o en la "tercerista".

Una de las causas de ese aburrimiento es la insistencia en argumentos que es imposible que convenzan a nadie -salvo a los ya convencidos- porque en el fondo unos hablan de manzanas y otros de peras. Insistir en que la independencia es ilegal es inútil porque en último término la independencia es una cuestión de hecho. Quien logra controlar un territorio acaba siendo reconocido como Estado, y quien deja de controlarlo deja de ser un Estado por muy legítimo que sea su origen. Todos los países que han accedido a la independencia lo han hecho de forma ilegal, al menos desde el punto de vista de la legalidad del país del que se independizan, lo que a la larga tiene poca importancia. La verdadera cuestión es si alguien está dispuesto a entrar en el terreno de los hechos o todo se trata de un farol similar al del Gobierno griego con el referéndum de julio de este año.

Por otro lado, la insistencia en el debate territorial en unos momentos de tan grave crisis económica y en los que la sociedad española tiene ante sí grandes retos para modernizarse y hacer frente a un mundo cada vez más complejo para países europeos de tamaño medio como el nuestro, supone, a mi juicio, una distracción irritante. Es como si a una persona a la que le diagnostican una enfermedad y le prescriben un cambio de dieta y la práctica de ejercicio físico, se empeña en no hablar de otra cosa que de maquillaje y de renovar su vestuario. Hay países como el Reino Unido que, con todos sus errores y sus problemas, han hecho y están haciendo un gran esfuerzo por adaptarse al mundo contemporáneo -y lo están consiguiendo en la medida de sus posibilidades-, mientras que parece que nosotros estamos condenados a hablar incesantemente de galgos y podencos.

Hechas esas advertencias -que sin duda pueden aplicarse a este mismo artículo-, la segunda sensación que me invade en relación con este asunto (y la que me lleva a hablar de él) es la de una gran trampa, un fraude jurídico que forzosamente molesta a quienes, queramos o no queramos, vivimos en un Estado cuyas reglas tenemos que cumplir, con convencimiento o sin él.

¿Qué pasaría si en una empresa el director de uno de sus departamentos utilizara su despacho y los medios que la empresa pone a su disposición para intentar quedarse con ese departamento? ¿Qué pasaría si comenzara, con el presupuesto que tiene asignado, a pagar publicidad en medios de comunicación defendiendo romper sus relaciones con el resto de la empresa y convertirse en dueño y señor de la división que tiene asignada? Es fácil predecir su despido y la interposición de una querella por apropiación indebida, por lo menos.

Pues bien, en este asunto nos hemos acostumbrado todos a que un presidente y un Gobierno autonómicos, que existen, tienen competencias y gestionan un presupuesto en virtud de la Constitución de 1978 y del Estatuto que se aprobó en desarrollo de la misma, dediquen una parte significativa de su tiempo y de sus recursos, no ya a intentar convencer a los demás de la necesidad de reformar la Constitución y el Estatuto, sino directamente a intentar torpedearlos y a aparentar -al menos- que pueden hacer y que van a hacer cosas que nada tienen que ver con esas competencias. Eso se llama -sin ningún énfasis- deslealtad institucional. Este término, ahora claramente desteñido por el abuso (se habla de lealtad institucional hasta en relación con una parroquia rural o un departamento universitario) tiene su origen en el concepto alemán de lealtad federal o Bundestreue. La idea es que en cualquier sistema federal, que es un sistema en el que el poder se reparte entre una instancia federal y otras territoriales que no son simples provincias, y que está basado en la división territorial del poder y no en la sumisión jerárquica al poder central, sólo puede funcionar si cada uno es consecuente con la posición que ocupa y no utiliza su autonomía para pretender romper el propio sistema. Esto es justamente lo que incumple, a mi modo de ver radicalmente, la ya larga política del Gobierno catalán dirigida a alterar, de facto, el sistema jurídico gracias al que vive la propia Generalitat. Todo ello al margen de la deslealtad material que supone haber aprovechado el momento de mayor debilidad exterior de España (la crisis financiera de 2012) para lanzar este órdago.

Todo esto tiene su origen, también, en una situación viciada desde el principio en la que se acepta que el Gobierno autonómico "siembre" los valores culturales propios, para crear o ampliar una conciencia social de diferencia, pero en cambio no se acepta ni se admite ninguna actuación en sentido contrario del Gobierno central, que es tachada inmediatamente de centralista o de "nacionalismo español". El llamado nation building, es decir, la utilización de la política cultural para crear una unidad cultural idéntica a la unidad política, que es algo que se hizo en el siglo XIX ampliamente en Europa, por ejemplo en Francia y en Italia, facilitando la consolidación de los grandes estados-nación y a la vez arrasando muchas singularidades, por ejemplo lingüísticas, está descartado hoy día, pero debe estarlo a todos los niveles, no siendo admisible que, como sucede en España, se rechace si se hace a nivel estatal, pero se acepte a nivel autonómico. Decía hace más de 20 años Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil en Barcelona, que un Estado moderno debe ser como un hotel, que garantiza a sus ciudadanos los servicios que sólo el Estado puede prestar (incluidos los de tipo cultural), pero sin intentar catequizarlos ni convertirlos en exponentes de ninguna "cultura" nacional o subnacional, y eso debe aplicarse a todas las administraciones, incluidas las autonómicas.

La España de la transición aplicó una política de apaciguamiento y generosidad frente a los nacionalismos vasco y catalán, concediéndoles de entrada lo que constituía su programa máximo en la confianza de que de ese modo se desactivarían, también de entrada, el terrorismo de ETA y la tendencia secesionista. En ese sentido, los Juegos Olímpicos de 1992 fueron los juegos de la España democrática, voluntariamente ofrecidos a Barcelona. De hecho, la causa última del fracaso de las candidaturas de Madrid (probablemente inoportunas) es que España había agotado en 1992 sus posibilidades para bastante tiempo, porque ningún otro país de nuestro tamaño organiza unos Juegos cada 20 años. El Reino Unido, del que tanto se dice añorar el referéndum escocés de 2014, actuó de otro modo con sus propios nacionalismos, al condicionar, por ejemplo, la concesión de la autonomía (siempre interrumpible e interrumpida en varias ocasiones) al cese del terrorismo. Nuestro modelo fue generoso, pero su éxito es discutible porque el final del terrorismo exigió una lucha policial de décadas y porque el secesionismo no ha desaparecido, sino que ha crecido.

Otro argumento que envenena innecesariamente la discusión es el financiero. Quienes han hablado de esta cuestión con menos apasionamiento insisten en que el actual sistema es demasiado complejo e injusto y que, en el fondo, un sistema que cobre a los ciudadanos según su renta y distribuya los recursos entre las comunidades autónomas en función de su población "ajustada", es decir, teniendo en cuenta factores como el envejecimiento y la dispersión que encarecen la prestación de servicios, es un sistema razonable y en el que, aunque las comunidades más ricas paguen más de lo que reciben (como no puede ser de otro modo), nadie puede considerarse agraviado. Cuanto antes se camine en esa dirección, mucho mejor.

El debate catalán resulta especialmente descorazonador visto desde Asturias, que en mi opinión debería tener una estrategia mucho más clara y compartida por las principales fuerzas políticas. La reivindicación catalana es, en una medida no pequeña, una pugna con Madrid, en una rivalidad con ribetes casi psiquiátricos por ambas partes. Asturias y muchos otros territorios no deben dejarse convertir en rehenes o peones en esa partida, como ocurre cuando del conflicto aparentemente dramático se pasa impúdicamente a las negociaciones de gobernabilidad, en las que "el pago" son siempre ventajas para los territorios más reivindicativos. Se debe aclarar, por ejemplo, la polémica sobre la regasificadora de Gijón y la de Bilbao.

Me parece que Asturias y otras comunidades no pueden seguir la política de otros, ni esforzarse en mantener sus propios e insignificantes privilegios que tantas veces se nos achacan (las ya casi inexistentes empresas públicas, o la política de infraestructuras muy mal explicada), sino que deben reivindicar claramente la igualdad de los ciudadanos en la prestación de los servicios públicos y la concepción puramente instrumental de los gobiernos, que están para prestar esos servicios y no para defender identidades históricas. No olvidemos que, aunque no se diga, el trasfondo de los nacionalismos periféricos es una indisimulada (o muy poco disimulada) conciencia de superioridad desde la que se justifica la reivindicación de la diferencia por la diferencia -en el caso de Cataluña- o la defensa de situaciones estrictamente privilegiadas -en el caso del concierto y el cupo, que lleva a que las administraciones vascas naden en la abundancia como si estuvieran en Luxemburgo-. Creo que las demás comunidades autónomas tendrían que ser activas y, con buenos modos, pero con firmeza, no reclamar ningún privilegio, sino la igualdad de los ciudadanos, que es el mínimo en una sociedad democrática. Como decía el profesor García de Enterría, los privilegios entre territorios, por muy históricos que sean, son tan inaceptables como los privilegios entre ciudadanos, y del mismo modo que nadie admitiría hoy que los hidalgos tuvieran más derechos que el resto de la población, no debería aceptarse que las comunidades "hidalgas" tengan un régimen económico privilegiado o que determinadas comunidades deban tener más fondos sólo porque recauden más, cuando lo cierto es que todos los ciudadanos pagan los mismos tributos en cualquier parte del territorio.

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