De la última oleada de robos se saca en conclusión que tres encapuchados que asaltaron un bar en Cancienes huyeron sin llevarse con ellos el botín, que se quedó cautivo en la máquina tragaperras que lo alojaba. Intentaron romperla pero el dueño del establecimiento oyó la alarma y logró ahuyentarlos. La vida es a veces así de injusta y no se compadece de las necesidades de los rateros. Aunque no siempre sucede de esta manera: la mayor parte del tiempo es el delito el que sale ganando y con él, el delincuente.

Sigamos con las excepciones. El caso de Paul Neaverson, el británico de 61 años que debutó asaltando un par de bancos debido a la imperiosa necesidad de comenzar una nueva vida en Corfú dando clases de golf, es un ejemplo de que para robar hay que tener sangre fría y cuatro ideas claras en la mollera. Una de ellas que no se amenaza a un cajero con un cuchillo para obligarle acto seguido a transferir una suma de 500 libras a la cuenta bancaria de uno. Como es natural, Neaverson fue pillado.

Ahora, lo han condenado a dos años de cárcel. El abogado sólo pudo decir ante la corte que lo juzgó que su defendido nunca había tenido problemas con la justicia hasta la ridícula pretensión de convertirse en asaltador de bancos. Y que, tratándose de algo tan ridículo, la historia sólo podía tener el final que tuvo para este sexagenario británico.

El fallo de Neaverson, ya digo, está en el desconocimiento de la mecánica más elemental. El atraco a un banco es toma el dinero y corre. Los robos con transferencia a cuenta propia son otra materia; de ello se imparten cursos especializados en la escuela de negocios del partido de Artur Mas. Por poner un ejemplo.