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¿Vida en Marte?

Para muchos ciudadanos, el Congreso es una nave cerrada en sí misma, tan lejana de sus perspectivas vitales como una película de "Star Wars". Les gusta verlo en las pantallas, pero nadie espera que tenga algo que ver con la cara que encuentran por las mañanas en el espejo, cuando se tienen que ir a currar o a no hacerlo. Hoy, de pronto, como si el espíritu del fallecido David Bowie nos hubiera inspirado a todos, ha entrado la vida en ese Marte lejano que es la política española. Lo ha hecho en forma de bebé-bomba, de transgresión intolerable en el orden decoroso de la soberanía nacional. Lo ha hecho la parlamentaria de Podemos Carolina Bescansa, llevándose algo tan absolutamente inverosímil como un niño de teta a las Cortes españolas. A la mujer le han caído por todos los lados, una auténtica lapidación a ese gesto demagógico, de populismo intolerable, que quizá debiera, incluso, para algunos de los opinantes, requerir la intervención del fiscal de Menores. El gesto de Carolina Bescansa ha molestado a feministas como Carme Chacón, que encarnó con su embarazo, pasando revista a las tropas, una de las imágenes icónicas del gobierno "rosa" de José Luis Rodríguez Zapatero. La misma Carme Chacón que, para ejemplo de madres trabajadoras (y de sus empleadores), renunció a la mitad de la baja por maternidad. (Por no hablar de Soraya Sáenz de Santamaría, que sólo se cogió, en un alarde de fortaleza femenina, nueve días).

En una sesión protocolaria, como es la constitución de las Cortes, que está compuesta de gestos, ¿qué nos quiere decir esa diputada con el niño en la teta? ¿Que ayer se quedó sin chacha, y no tuvo más remedio que ponerse al menor por montera? ¿Que no le gusta el discreto servicio de guardería que hay en las Cortes españolas? ¿Que está dispuesta a todo por dar el cante y acaparar portadas denigratorias, en sustitución de los Reyes Magos de Manuela Carmena?

No. Los que sigan, aunque sea por el rabillo del ojo, el intenso debate feminista que se está dando en esta segunda década del siglo XXI reconocerán por los signos externos que Carolina Bescansa intenta proyectar un mensaje político sobre la necesidad social de los cuidados, que no se resuelve encerrando a los niños en guarderías y a los viejos en geriátricos. El debate, que se está produciendo entre las feministas de la vieja escuela y la nueva corriente de recuperación de la maternidad, ha implicado a teóricas como la francesa Elisabeth Badinter, que defiende que este nuevo feminismo consciente es una vuelta atrás, una trampa pegajosa destinada colocar, de nuevo, a las mujeres donde deben estar, en el lugar de los pañales y los potitos. Bescansa milita en el otro bando: el que dice que "lo personal es político", que los niños forman parte de la vida, existen y no se puede (o no se debe) apagarlos como si tuvieran un botón, que cuidar esa vida, y no fingir que no existe, es una de las tareas que todos tenemos como sociedad. Bescansa no pretende convertir la política española en una guardería. Ha hecho un acto militante y ha conseguido lo que pretendía: toda España debate hoy dónde está la frontera que la sociedad impone a la presencia de los niños, en qué lugares deben desempeñar las mujeres su rol de madres, cuáles son los límites que estamos dispuestos a tolerar ante estos seres extraños y exigentes, los bebés, que todos fuimos en algún momento olvidado de nuestra historia. El bebé de Bescansa, al margen de las iras, las adhesiones o las reflexiones que pueda suscitar, se ha colocado en la historia política de este país al lado de las faldas que Bowie se atrevió a vestir al principio de los años 70, cuando aún no se habían quemado sujetadores por las calles de los EE UU y (con perdón de Almodóvar) lo peor que le podía pasar a un muchacho era parecerse a una chica. La transgresión a veces se equivoca, pero casi siempre resulta refrescante. Pues eso. Bescansa me parece una fresca.

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