Me da que Javier Gómez Cuesta, que acaba de celebrar sus bodas de oro sacerdotales y camina hacia el platino de su calendario, próximo a cumplir los 75, aprendió a mirar al cielo de niño con el empeño de los que vienen al mundo en concejos verticales: con la vista puesta en la cumbre de la montaña. Admirar a Dios en su obra es sencillo cuando se nace a los pies de esos Picos de Europa que gobiernan el horizonte de las Peñamelleras. Tras muchos años llevándole los asuntos más terrenales a don Gabino en Oviedo, fiel escudero del mejor obispo que gobernó la diócesis asturiana, Javier vino a San Pedro a Gijón, a ser pescador de almas a las puertas de un mar que se vuelve bravío en las galernas y que se aplaca manso, sin embargo, a los pies de la iglesia parroquial que este cura gobierna con palabra justa y acertada. De Gómez Cuesta resultan admirables numerosos talentos, pero sobre todo su prédica de Crisóstomo, que en griego significa "boca de oro".