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El bautismo de los intelectuales

El sacramento como forma de expresar la disidencia en la Unión Soviética

Eugenio Solonovic nació en Simferopol (Crimea), en 1933, Fue, durante muchos años, profesor del Instituto Universitario de Literatura "Máximo Gorki" de Moscú. Ha traducido del italiano al ruso a Dante, Petrarca, Ariosto, Alfieri, Parini, Belli, Giusti, Saba, Manzoni, Ungaretti, Montale, Piccolo, Luzi, Spaziani, Rosselli, Sereni, Caproni, Zanzotto, Giudici, Landolfi, Pratolini, Fenoglio, Sciascia, Zeichen, Anedda, Camilleri y De Filippo. Sus versiones de Dante y de Petrarca no dejan de reimprimirse en Moscú y San Petersburgo. Trabajó con denuedo y entusiasmo en la difusión de la literatura italiana por los inmensos territorios de la Unión Soviética e Italia ha reconocido su extraordinaria labor otorgándole sendos doctorados "honoris causa": en la Sapienza de Roma y en la Universidad de Siena.

A Solonovic no le resultó fácil conducir esta empresa cultural en tiempos del socialismo soviético. Cuando, en cierta ocasión, solicitó autorización para publicar una antología poética del genovés Eugenio Montale, le fue denegada. No era un autor comunista ni su poesía progresista. Sin embargo, y por pura casualidad, cayó en sus manos un ejemplar de "L'Unità", periódico fundado por Antonio Gramsci en 1924 y órgano oficial del Partido Comunista Italiano. En él, Enrico Berlinguer, secretario general de esa agrupación, felicitaba a Montale por la concesión del Premio Nobel de Literatura 1975. Sólo entonces, y tras haber mostrado al editor el texto del telegrama del político italiano, recibió la aprobación para proseguir con la publicación.

Solonovic no oculta su preferencia por la poesía de Giuseppe Gioachino Belli, de cuya obra ha llegado a ser el más destacado especialista y al que descubrió a través de Gogol. En los sonetos de Belli resplandecen los rasgos singulares del pueblo romano: vital, sagaz, agudo, pícaro, satírico, salaz y fácil para lo que los italianos denominan el "turpiloquio", a saber, "imprecazioni, parolacce e bestemmie". Al traducir los sonetos al ruso, sus lectores descubrían con regocijo graciosas concomitancias entre los ancianos papas del siglo XIX y los líderes históricos Breznev, Chernenko o Andropov.

Eugenio Solonovic se valía de los sonetos de Belli para escribir lo que en aquellos tiempos era impensable que se dijese abiertamente. Sobre religión, naturalmente, nada; salvo que fuese para hablar en contra. Ahora, por suerte, las cosas son de otra manera. Y Solonovic ha referido este testimonio personal de los años de la preterición: "Para manifestar su disidencia respecto al régimen, muchos intelectuales solicitaban el bautismo. Alguno no era ni siquiera creyente, pero era importante el gesto, el mero hecho de exponerse. Era un desafío peligroso. Cuando mi mujer quiso bautizar a mi hijo, que tenía casi dos años, el padre Alexandre vino a casa vestido de seglar y me aconsejó alejarme, porque constituía un riesgo. Sin embargo, era algo que se requería para volver a la normalidad. Creyentes o no, todos peleamos por nuevas aperturas. La guerra contra Dios ha terminado."

Si los intelectuales disidentes de la Unión Soviética solicitaban el bautismo, incluidos los no creyentes, entonces es que lo de poseer un alto grado de cultura no es inconciliable con el ser cristiano ni el ateísmo tiene por qué mostrarse necesariamente contrario a la fe. Las relaciones entre cultura, religión e increencia no tienen por qué suceder de la manera unívoca a la que una corriente dominante de pensamiento pretende reducir. Y quede claro que, para la recepción de los sacramentos, se requiere la fe. Pero, al final, creyentes o no, todos se han afanado por alcanzar, unidos, horizontes abiertos, viene a decir Solonovic, aunque en su relato advierta de lo arriesgado que puede llegar a ser para el ciudadano, en ciertos regímenes, la práctica de la religión.

En este tiempo de Pascua reciben el bautismo muchas personas adultas. Sus padres no quisieron llevarlas en su día a la Iglesia: por no determinar sus creencias, o por indiferencia, o porque preferían el llamado bautismo civil. Con el paso de los años, aquellos niños crecieron y descubrieron la fe como dadora de sentido a su vida, posibilidad de ser en libertad y ocasión para constatar que, aun en la mudable realidad, existe algo perdurable. Y optaron por el bautismo, por nadar, en esas aguas, a contracorriente, como suele acontecer, conocedores de que la fe sale notoriamente fortalecida cuando el entorno la denuesta implacablemente.

Puede que algo de esto sea lo que está ocurriendo también con la clase de Religión. Por lo visto, en los niveles de Infantil y Primaria ha descendido la matrícula. Los padres no la han elegido para sus hijos. Es un rasgo generacional. En Bachillerato, sin embargo, se mantiene el número, y en Enseñanza Secundaria Obligatoria ha subido considerablemente respecto al curso pasado. La han escogido los propios alumnos. Quieren Religión. Con plena libertad. Porque así ha de ser: un acto personal. Los alumnos son emplazados a decidir. Es el plebiscito al que se somete anualmente la asignatura. Si todo el pueblo judío se hubiera convertido al escuchar la predicación de Jesús, habría planeado siempre la duda de si el cristianismo es un fenómeno meramente sociológico, si es otra tradición heredada. Se requiere la libre elección. Que se pueda decir: no. A lo que sea, pero hay que decidirse. A sabiendas, eso sí, de que, al escoger el bautismo o Religión, uno queda expuesto ante una cultura que pugna por la implantación de la irreligiosidad. Tal vez por aquello de que la ortodoxia es la única forma de heterodoxia que nuestra época no admite.

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