La pregunta ya no es si el PSOE se va abstener en la investidura de Rajoy y sí cómo lo va a hacer. Tampoco se conoce, porque resulta imposible saberlo, y de ahí el angustioso debate interno, cuántas plumas se van a perder. Si la abstención se hubiera decidido con mayor naturalidad después de las primeras elecciones de diciembre, a más tardar con el resultado concluyente de las de junio, la realidad no se le estaría presentando a los socialistas de manera tan cruel. El "no es no" inicial supone una reedición del famoso "de entrada, no" y, como es natural, las cosas que mal empiezan, mal acaban.

Pasar a la oposición no tiene por qué ser traumático. Si el PSOE, a la vista de los resultados, hubiera decidido hacerlo desde un primer momento ofreciéndole a los españoles un gesto de responsabilidad en la alternancia y de grandeza de un partido histórico, asegurándoles al mismo tiempo que el Gobierno no lo iba a tener nada fácil y que de sus condiciones podría nacer la regeneración política pendiente, los votantes habrían sabido entenderlo de otra manera. Pero el increíble hombre menguante que presentó de candidato se empeñó, contra viento y marea, en todo lo contrario. Hasta el punto que resulta imposible adivinar cuál hubiera sido su suelo de repetir como cabeza de lista en unas terceras elecciones. A este Pedro Sánchez, no sabemos si en otra vida resurgirá con menos ínfulas, lo quieren mucho, al parecer, los afiliados por su indómita actitud de estrellarse contra Rajoy y la realidad, pero muy poco el resto de los votantes. Y con el amor de la militancia no se ganan elecciones.

Digamos que el PSOE intenta resituarse dramáticamente tras haber perdido su lugar y no haberse dado cuenta a tiempo de que la amenaza no estaba en enfrentarse a un gobierno en minoría y sí en sucumbir a los cantos de sirena de quien aspira a reencarnarse en él.